1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador
ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como
a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad
fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana,
como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de
que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Éfeso.
En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los
discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más
claro que María es la Theotókos, la Madre de Dios. Se trata de un
título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos
se habla de la «Madre de Jesús» y se afirma que él es Dios (Jn 20,28; cf. 5,18;
10,30.33). Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que
significa Dios con nosotros (cf. Mt 1,22-23).
Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio
escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: «Bajo
tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus
hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y
bendita» (Liturgia de las Horas). En este antiguo testimonio aparece por
primera vez de forma explícita la expresión Theotókos, «Madre
de Dios».
En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada
como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la
diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del
título Theotókos, «Madre de Dios», para la madre de Jesús. Con
todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los
cristianos para expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología
pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era
desde siempre el Verbo eterno de Dios.
2. En el siglo IV, el término Theotókos ya
se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la
teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado
a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia.
Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que
surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título
«Madre de Dios». En efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del
hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión «Madre
de Cristo». Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía
para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de
la distinción entre las dos naturalezas -divina y humana- presentes en él.
El concilio de Efeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al
afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la
única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.
3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio
nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e
interpretar correctamente ese título. La expresión Theotókos, que
literalmente significa «la que ha engendrado a Dios», a primera vista puede
resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una
criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara:
la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo
de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde
siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación
eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años,
tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.
Así pues, al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia
desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su
maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la
segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza
humana.
La maternidad es una relación entre persona y persona: una
madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno,
sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la
naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de
Dios.
4. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia
profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el concilio de Éfeso; con la definición
de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en
la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre
la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los
tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han
convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su
amor a la Virgen.
En la Theotókos la Iglesia, por una parte,
encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma san
Agustín, «si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y
serían ficticias también las cicatrices de la resurrección» (Tract. in Ev.
Ioannis, 8,6-7). Y, por otra, contempla con asombro y celebra con
veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo
suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la
Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a
la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida
a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima
vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no
realiza la encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su
consentimiento.
Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto,
los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de
su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación
eterna.
Catequesis de San Juan Pablo II 27/11/96
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