sábado, 11 de abril de 2020

¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche, a María? Padre Cantalamessa



El objeto de nuestra reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba:
 «Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio» (Jn 19,26-27).

 La maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús, se realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos momentos: nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá en el momento mismo de su llamada, en la Anunciación, y ciertamente después, a medida que Jesús avanzaba en su misión— empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona privada, sino que era el Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.
 Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente, también por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis de la «Mujer encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).


Jesús confía María a Juan y Juan a María.
 La exégesis moderna, habiendo hecho progresos enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y por lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra.
 Para Juan, el momento de la muerte es el momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al cumplimiento de las Escrituras.

Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en cambio, a veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de Jesús moribundo a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo» Jesús hacía del pan su cuerpo, así, teniendo en cuenta las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús constituye a María como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva maternidad de María, sino que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la Palabra de Dios; no se basa en el mérito, sino en la gracia. Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos, recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu. 

«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia): Se piensa bastante poco en lo que contiene esta breve frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da la misma persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en el Cuarto Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía bajo el mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre «el discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue escrita por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al menos por uno que la había conocido y frecuentado.

¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche, a María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus fieles, celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo que Jesús amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización que llevó a la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el secreto que está bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelio y los investigadores de sus fuentes no prestan, por lo general, atención alguna. Él escribe:

Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa? Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María. Esto consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para poder cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».

«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos ponernos y quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como un laúd en las manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que se tira al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un delicado movimiento de la voluntad, o incluso con alguna palabra breve» .

María es precisamente uno de los medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la semejanza con Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una palabra de Dios en acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe:

El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por ello, cuanto más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más poderoso y dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo .

La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús, encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.

En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de una posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por innumerables almas.

Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual nos es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no escucha nuestras oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace pasar de derrota en derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes alrededor de nosotros y se produce oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando, como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10). Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo hicieron otros: «¡Padre mío, ya no te entiendo, pero confío en ti!»
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.

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