El objeto de nuestra reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige
desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba:
«Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su
madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después dice al discípulo: “¡Ahí tienes
a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio» (Jn
19,26-27).
La maternidad espiritual de María respecto de nosotros,
análogamente a la física respecto de Jesús, se realiza a través de dos momentos
y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos momentos:
nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí
misma, cuando —quizá en el momento mismo de su llamada, en la Anunciación, y
ciertamente después, a medida que Jesús avanzaba en su misión— empezó a
descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona privada,
sino que era el Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una
comunidad.
Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón.
Ahora, al pie de la cruz, es el momento del sufrimiento del parto. Jesús, en
este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo afirmar
con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de
directamente, también por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace
pensar en lo que Jesús había dicho: «La mujer, cuando va a dar a luz, está
triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis
de la «Mujer encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap
12,1s.).
Jesús confía María a Juan y Juan a María.
La exégesis moderna, habiendo hecho progresos enormes en el
conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está
cada vez más convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el
pasaje de Juan únicamente en una clave minúscula, casi de últimas disposiciones
testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y por lo tanto,
una disonancia en el contexto en el cual se encuentra.
Para Juan, el momento de la muerte es el momento de la
glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de
todas las cosas. Cada versículo y cada palabra en ese contexto tienen también
un significado simbólico y aluden al cumplimiento de las
Escrituras.
Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es
decir, revelan lo que existe; en cambio, a veces, crean y hacen existir lo que
expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de Jesús moribundo a
María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo» Jesús hacía del pan
su cuerpo, así, teniendo en cuenta las debidas proporciones al decir: «Ahí
tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús constituye a María como
madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva
maternidad de María, sino que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad
no viene de María, sino de la Palabra de Dios; no se basa en el mérito, sino en
la gracia. Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que,
después del luto y de la pérdida de sus hijos, recibe de Dios una nueva
descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el
Espíritu.
«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá
ídia): Se piensa bastante poco en lo que contiene esta breve frase. Detrás de
la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque
la da la misma persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años
de la vida con Juan. Lo que se lee en el Cuarto Evangelio, a propósito de María
en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía bajo el
mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si
no la identidad, entre «el discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto
Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue escrita por uno que vivía
bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o
al menos por uno que la había conocido y frecuentado.
¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba,
tener consigo, en su casa, día y noche, a María? ¿Orar con ella, compartir con
ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus fieles,
celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el
círculo del discípulo que Jesús amaba, sin que haya tenido ninguna influencia
en la lenta actividad de reflexión y de profundización que llevó a la redacción
del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el
secreto que está bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto
Evangelio y los investigadores de sus fuentes no prestan, por lo general,
atención alguna. Él escribe:
Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros
acoger a María en nuestra casa? Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y
sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María. Esto consiste en
«hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por
María, para poder cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con
Jesús, en Jesús y por Jesús».
«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados
según su querer. Debemos ponernos y quedarnos en sus manos virginales como un
instrumento entre las manos de un operario, como un laúd en las manos de un
hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que
se tira al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con
una sola mirada interior o un delicado movimiento de la voluntad, o incluso con
alguna palabra breve» .
María es precisamente uno de los medios privilegiados a través del cual
el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la semejanza con
Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella
misma una palabra de Dios en acción. En este punto Grignion de Montfort
anticipa los tiempos cuando escribe:
El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra
persona divina–, se hizo fecundo por María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de
Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y produce todos los
días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza
adorable. Por ello, cuanto más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María,
su querida e indisoluble Esposa, tanto más poderoso y dinámico se muestra el
Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en Jesucristo .
La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es
aceptable si se entiende en el sentido de que el Espíritu Santo nos guía a
Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y
Jesús, encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación
increada que es el Espíritu Santo.
En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla
como compañera y consejera, sabiendo que ella conoce, mejor que nosotros,
cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a consultar y
a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para
nosotros, en la maestra incomparable en los caminos de Dios, que
enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de una posibilidad
abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el
pasado, por innumerables almas.
Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual,
junto a la cruz, querría que le dedicáramos también un pensamiento como modelo
de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual nos es necesaria una fe y
una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no escucha
nuestras oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus
promesas, cuando nos hace pasar de derrota en derrota y las fuerzas de las
tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes alrededor de nosotros y se
produce oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre
el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando, como dice un salmo, él parece «haber
olvidado su bondad y cerrado con ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10). Cuando te llega
esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo hicieron otros:
«¡Padre mío, ya no te entiendo, pero confío en ti!»
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos,
como Abraham, a nuestro «Isaac», es decir la persona, cosa, proyecto,
fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y por
el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece
para mostrarle que él nos es más querido que todo lo demás, incluso que sus dones,
incluso que el trabajo que hacemos por él.
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