El 24 de julio celebraremos la II Jornada Mundial d ellos
abuelos y de los mayores, la misma fue instituida por el Papa Francisco el 31de enero de 2021.
La fecha elegida es el cuarto domingo de julio, el más cercano a la fiesta de San Joaquín y Sta Ana, los abuelos de Jesús.
Este año el Santo Padre dio a conocer su mensaje para
dicha jornada el día 10 de mayo, y se inspiró en Sal 92, 15 para poner el
acento en el valor de los abuelos y mayores en la sociedad.
A continuación el mensaje.
(24 de julio de 2022)
"En
la vejez seguirán dando fruto" (Sal 92,15)
Querida
hermana, querido hermano:
El
versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos» (v. 15) es una buena
noticia, un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al mundo con ocasión de
la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. Esto va a
contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida; y
también con respecto a la actitud resignada de algunos de nosotros, ancianos,
que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro.
La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones. Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”. Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, y
los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!La
ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, tampoco para
nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo
camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara
por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de
la vida, pero no ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no
proyectos de existencia [1]. Por eso es difícil mirar al
futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual dirigirse. Por una parte,
estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que
somos siempre jóvenes, por otra, parece que no nos quedaría más que vivir sin
ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”.
El final
de la actividad laboral y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos
por los que hemos gastado muchas de nuestras energías. La consciencia de que
las fuerzas declinan o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis
nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos acelerados, ante los cuales nos
cuesta mantener el paso— parece que no nos deja alternativa y nos lleva a
interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a
exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten
las fuerzas» (71,9).
Pero el
mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en las diferentes estaciones
de la existencia— nos invita a seguir esperando. Al llegar la vejez y las
canas, Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal.
Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más (cf. vv.
14-20) y descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural
del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida.
¡Envejecer no es una condena, es una bendición!
Por ello,
debemos vigilar sobre nosotros mismos y aprender a llevar una ancianidad activa
también desde el punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior
por medio de la lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la
práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia. Y, junto a la
relación con Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la familia, los
hijos, los nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de
atenciones; pero también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos
acercarnos con la ayuda concreta y con la oración. Todo esto nos ayudará a no
sentirnos meros espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a
“balconear”, a mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos
para reconocer la presencia del Señor [2], seremos como “verdes olivos
en la casa de Dios” (cf. Sal 52,10), y podremos ser una
bendición para quienes viven a nuestro lado.
La
ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando
los remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay
una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el
futuro. «La sensibilidad especial de nosotros ancianos, de la edad anciana por
las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos hacen más humanos,
debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de
los ancianos hacia las nuevas generaciones» [3]. Es nuestro aporte a la revolución
de la ternura [4], una revolución espiritual y
pacífica a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a
ser protagonistas.
El mundo
vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y
furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo
a escala mundial. No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el
momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está
desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles al hecho de
que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia que amenazan a
la familia humana y a nuestra casa común.
Frente a
todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los
corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y
nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las
mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada
comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos afinado nuestra
humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una
forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez
pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los
agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra (cf. Mt 5,5).
Uno de los
frutos que estamos llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos
pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos» [5]; pero hoy es el tiempo de
tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con la
oración—, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que aún
no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa.
Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y solícito— a
los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.
Muchos de
nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto
necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos.
Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando encontrar realización
personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden
hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas que provienen de otros
países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino
necesario.
Queridas
abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este
mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la
ternura. Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el
instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra
edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la
oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a
apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios» [6]. Nuestra invocación confiada
puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede
contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el “coro” permanente de un
gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza
sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida» [7].
Es por eso
que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para
decir una vez más, con alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a
los que el Señor —como dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”.
¡Celebrémosla juntos! Los invito a anunciar esta Jornada en sus parroquias y
comunidades, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o
en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad.
Tener alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya
no aguarda nada bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una
nueva amistad. La visita a los ancianos que están solos es una obra de
misericordia de nuestro tiempo.
Pidamos a
la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución
de la ternura, para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y
del demonio de la guerra.
Que mi
Bendición, con la seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y
a sus seres queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Roma, San
Juan de Letrán, 3 de mayo de 2022, fiesta de los santos apóstoles Felipe y
Santiago.
FRANCISCO
[1] Catequesis
sobre la vejez, 1: “La gracia del tiempo y la alianza de las edades de la
vida” (23 febrero 2022).
[2] Ibíd.,
5: “La fidelidad a la visita de Dios para la generación que viene” (30
marzo 2022).
[3] Ibíd.,
3: “La ancianidad, recurso para la juventud despreocupada” (16 marzo
2022).
[4] Catequesis
sobre san José, 8: “San José padre en la ternura” (19 enero 2022).
[5] Homilía
durante la Santa Misa, I Jornada Mundial de los Abuelos y de los
Mayores (25 julio 2021).
[6] Catequesis
sobre la familia, 7: “Los abuelos” (11 marzo 2015).
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