CIUDAD DEL VATICANO, domingo 15 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación las palabras del Papa hoy durante el rezo del Ángelus, con los peregrinos de todo el mundo congregados en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas
Desde el martes 17 al lunes 23 de marzo llevaré a cabo mi primer viaje Apostólico a África. Me dirigiré a Camerún, a la capital Yaoundé, para entregar el “Instrumento de Trabajo” de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que tendrá lugar en octubre aquí en el Vaticano; proseguiré después a Luanda, capital de Angola, un país que, tras una larga guerra interna, ha reencontrado la paz y ahora está llamado a reconstruirse en la justicia. Con esta visita, pretendo abrazar el entero continente africano: sus mil diferencias y su profunda alma religiosa; sus antiguas culturas y su fatigoso camino de desarrollo y de reconciliación; sus graves problemas, sus dolorosas heridas y sus enormes potencialidades y esperanzas. Quiero confirmar en la fe a los católicos, animar a los cristianos en el empeño ecuménico, llevar a todos el anuncio de paz confiado a la Iglesia por el Señor resucitado.
Mientras me preparo para este viaje misionero, me resuenan en el alma las palabras del apóstol Pablo que la liturgia propone a nuestra meditación hoy, tercer domingo de Cuaresma: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24). Sí, queridos hermanos y hermanas. Parto hacia África con la conciencia de no tener otra cosa que proponer y entregar a cuantos encuentre si no es Cristo y la Buena Noticia de su Cruz, misterio de amor supremo, de amor divino que vence toda resistencia humana y que hace posible incluso el perdón y el amor a los enemigos. Esta es la gracia del Evangelio capaz de transformar el mundo; esta es la gracia que puede renovar también a África, porque genera una fuerza irresistible de paz y de reconciliación profunda y radical. La Iglesia no persigue por tanto objetivos económicos, sociales y políticos; la Iglesia anuncia a Cristo, convencida de que el Evangelio puede tocar los corazones de todos y transformarlos, renovando de esta forma desde dentro las personas y la sociedad.
El 19 de marzo, precisamente durante la visita pastoral a África, celebraremos la solemnidad de san José, patrón de la Iglesia universal, y también mío personal. San José, advertido en sueños por un ángel, tuvo que huir con María a Egipto, a África, para poner a salvo a Jesús recién nacido, a quien el rey Herodes quería matar. Se cumplen así las Escrituras: Jesús ha copiado las huellas de los antiguos patriarcas y, como el pueblo de Israel, ha vuelto a entrar en la Tierra prometida tras haber estado en el exilio en Egipto. A la intercesión celeste de este gran santo confío la próxima peregrinación y las poblaciones del África entera, con los desafíos que la marcan y las esperanzas que la animan. En particular, pienso en las víctimas del hambre, de las enfermedades, de las injusticias, de los conflictos fratricidas y de toda forma de violencia que por desgracia sigue afectando a adultos y niños, sin ahorrar a misioneros, sacerdotes, religiosos, religiosas y voluntarios. Hermanos y hermanas, acompañadme en este viaje con vuestra oración invocando a María, Madre y Reina de África.
Desde el martes 17 al lunes 23 de marzo llevaré a cabo mi primer viaje Apostólico a África. Me dirigiré a Camerún, a la capital Yaoundé, para entregar el “Instrumento de Trabajo” de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que tendrá lugar en octubre aquí en el Vaticano; proseguiré después a Luanda, capital de Angola, un país que, tras una larga guerra interna, ha reencontrado la paz y ahora está llamado a reconstruirse en la justicia. Con esta visita, pretendo abrazar el entero continente africano: sus mil diferencias y su profunda alma religiosa; sus antiguas culturas y su fatigoso camino de desarrollo y de reconciliación; sus graves problemas, sus dolorosas heridas y sus enormes potencialidades y esperanzas. Quiero confirmar en la fe a los católicos, animar a los cristianos en el empeño ecuménico, llevar a todos el anuncio de paz confiado a la Iglesia por el Señor resucitado.
Mientras me preparo para este viaje misionero, me resuenan en el alma las palabras del apóstol Pablo que la liturgia propone a nuestra meditación hoy, tercer domingo de Cuaresma: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24). Sí, queridos hermanos y hermanas. Parto hacia África con la conciencia de no tener otra cosa que proponer y entregar a cuantos encuentre si no es Cristo y la Buena Noticia de su Cruz, misterio de amor supremo, de amor divino que vence toda resistencia humana y que hace posible incluso el perdón y el amor a los enemigos. Esta es la gracia del Evangelio capaz de transformar el mundo; esta es la gracia que puede renovar también a África, porque genera una fuerza irresistible de paz y de reconciliación profunda y radical. La Iglesia no persigue por tanto objetivos económicos, sociales y políticos; la Iglesia anuncia a Cristo, convencida de que el Evangelio puede tocar los corazones de todos y transformarlos, renovando de esta forma desde dentro las personas y la sociedad.
El 19 de marzo, precisamente durante la visita pastoral a África, celebraremos la solemnidad de san José, patrón de la Iglesia universal, y también mío personal. San José, advertido en sueños por un ángel, tuvo que huir con María a Egipto, a África, para poner a salvo a Jesús recién nacido, a quien el rey Herodes quería matar. Se cumplen así las Escrituras: Jesús ha copiado las huellas de los antiguos patriarcas y, como el pueblo de Israel, ha vuelto a entrar en la Tierra prometida tras haber estado en el exilio en Egipto. A la intercesión celeste de este gran santo confío la próxima peregrinación y las poblaciones del África entera, con los desafíos que la marcan y las esperanzas que la animan. En particular, pienso en las víctimas del hambre, de las enfermedades, de las injusticias, de los conflictos fratricidas y de toda forma de violencia que por desgracia sigue afectando a adultos y niños, sin ahorrar a misioneros, sacerdotes, religiosos, religiosas y voluntarios. Hermanos y hermanas, acompañadme en este viaje con vuestra oración invocando a María, Madre y Reina de África.
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