Cuenta Anthony de Mello una fábula que me gustaría comentar a mis lectores. Dice así:
“Durante años fui un neurótico. Era un ser oprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no me convencía la necesidad de hacerlo por mucho que lo intentara.
Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara. Y también con él estaba de acuerdo, aunque tampoco podía ofenderme con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.
Pero un día mi amigo me dijo: “No cambies. Sigue siendo tal y como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte.”
Aquellas palabras sonaron en mis oídos como una música: “No cambies, no cambies, te quiero.” Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.”
Supongo que habrá algunos lectores que no estén del todo de acuerdo con esta fábula y que hubieran preferido que el consejo de mi amigo fuera un poco diferente: “Harías bien en tratar de cambiar por tu propio bien, pero lo importante es que sepas que yo te quiero, como eres o como puedes llegar a ser.” Pero lo que me parece claro es que, en todo caso, lo sustancial de la fábula queda en pie: nadie es capaz de cambiar si no se siente querido, si no experimenta una razón “positiva” para cambiar, si no tiene una fuerza interior suficiente para subirse por encima de sus fallos… (José Luis Martín Descalzo, “Razones para el amor”, Editorial Atenas)
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