Llega el momento de la despedida del Maestro y sus discípulos. Los día pascuales fueron iluminando las penumbras de la Pasión, y el acompañamiento de Jesús a sus discípulos asustados y dispersos fue introduciendo anticipadamente un modo nuevo de acompañarles. Con la ascensión de Jesús que celebramos este domingo, no se trata de un adiós sin más, que provoca la nostalgia sentimental o la pena lastimera, sino que el marcharse del Señor inaugura un modo nuevo de Presencia suya en el mundo, y un modo nuevo también de ejercer su Misión. Es una alternativa, no torera, que el Maestro confió a sus discípulos más cercanos al darles la encomienda que Él recibiera del Padre Dios.
Cuando los discípulos vieron al Señor “algunos vacilaban”. Esta vacilación no es tanto una duda sobre Jesús, sino sobre ellos mismos: estarían desconcertados y confusos sobre su destino y su quehacer ahora que el Maestro se marchaba. Y efectivamente, la primera lectura nos señala esa situación de perplejidad que anidaba en el interior de los discípulos: mientras Jesús les hace las recomendaciones finales y les habla de la promesa del Padre y del envío del Espíritu, ellos, completamente ajenos a la trama del Maestro y haciendo cábalas todavía sobre sus pretensiones, le espetarán la escalofriante pregunta: “¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?”, que era como proclamar que no habían entendido nada.
Es importante entender bien la despedida de Jesús, pues Él comienza a estar... de otra manera. Como dice bellamente S. León Magno en una homilía sobre la ascensión del Señor: “Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre, como ahora que al Padre vuelve tampoco se alejará de sus discípulos”. Él cuando se hizo hombre no perdió su divinidad, ni su intimidad con el Padre bienamado, ni su obediencia hasta el final más abandonado. Ahora que regresa junto a su Padre, no perderá su humanidad, ni su comunión con los suyos, ni su solidaridad hasta el amor más extremado.
Nosotros somos también los destinatarios de esta escena. Como discípulos que somos de Jesús, Él nos encarga su misión. Contagiar esta esperanza, hacer nuevos discípulos; bautizar y hablarles de Dios nuestro Padre, de Jesús nuestro Hermano, del Espíritu Santo nuestra fuerza y consuelo; de María y los santos, de la Iglesia del Señor, enseñándoles lo que nosotros hemos aprendido que nos ha devuelto la luz y la vida. Y todo esto es posible, más allá de nuestras vacilaciones y dificultades, porque Jesús se ha comprometido con nosotros, con y a pesar de nuestra pequeñez. Es lo que celebramos los cristianos en la Iglesia, cuerpo de Jesús en plenitud. Él no se ha marchado, vive en nosotros y a través nuestro.
Cuando los discípulos vieron al Señor “algunos vacilaban”. Esta vacilación no es tanto una duda sobre Jesús, sino sobre ellos mismos: estarían desconcertados y confusos sobre su destino y su quehacer ahora que el Maestro se marchaba. Y efectivamente, la primera lectura nos señala esa situación de perplejidad que anidaba en el interior de los discípulos: mientras Jesús les hace las recomendaciones finales y les habla de la promesa del Padre y del envío del Espíritu, ellos, completamente ajenos a la trama del Maestro y haciendo cábalas todavía sobre sus pretensiones, le espetarán la escalofriante pregunta: “¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?”, que era como proclamar que no habían entendido nada.
Es importante entender bien la despedida de Jesús, pues Él comienza a estar... de otra manera. Como dice bellamente S. León Magno en una homilía sobre la ascensión del Señor: “Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre, como ahora que al Padre vuelve tampoco se alejará de sus discípulos”. Él cuando se hizo hombre no perdió su divinidad, ni su intimidad con el Padre bienamado, ni su obediencia hasta el final más abandonado. Ahora que regresa junto a su Padre, no perderá su humanidad, ni su comunión con los suyos, ni su solidaridad hasta el amor más extremado.
Nosotros somos también los destinatarios de esta escena. Como discípulos que somos de Jesús, Él nos encarga su misión. Contagiar esta esperanza, hacer nuevos discípulos; bautizar y hablarles de Dios nuestro Padre, de Jesús nuestro Hermano, del Espíritu Santo nuestra fuerza y consuelo; de María y los santos, de la Iglesia del Señor, enseñándoles lo que nosotros hemos aprendido que nos ha devuelto la luz y la vida. Y todo esto es posible, más allá de nuestras vacilaciones y dificultades, porque Jesús se ha comprometido con nosotros, con y a pesar de nuestra pequeñez. Es lo que celebramos los cristianos en la Iglesia, cuerpo de Jesús en plenitud. Él no se ha marchado, vive en nosotros y a través nuestro.
( Fuente: wwwzenit.org )
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