viernes, 1 de julio de 2011

Comentario a la Intención Misionera de julio 2011

El beato Juan Pablo II afirmaba que las palabras de S. Pablo: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5, 14), deberían ser un estímulo para los religiosos en orden a evangelizar en las tierras de misión, puesto que es tarea de los consagrados trabajar en todo el mundo para consolidar y difundir el Reino de Cristo, llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las regiones más lejanas (cfr. VC, 78).
No debe olvidarse que la vida consagrada es parte esencial de la Iglesia, pertenece de forma indiscutible al misterio de su vida y santidad (cfr. LG, 44). En las Iglesias de nueva fundación es necesario que haya presencia de vida consagrada, para que se ponga de manifiesto la realidad de la Iglesia entera, mostrando así toda su riqueza.
Los religiosos han dejado todo por seguir a Cristo, haciendo de Él su única riqueza y su único tesoro. Por amor a Él, por imitarle más de cerca y siguiendo su invitación, han abrazado su estilo de vida en pobreza, castidad y obediencia al Padre, evidenciando así que Dios merece ser amado por encima de todas las cosas. Quien ama a Dios de este modo, tiene que amar necesariamente a sus hermanos, y no puede permanecer indiferente ante el hecho de que muchos de ellos no conozcan todavía la plena manifestación del amor de Dios en Cristo.
Es cierto que ante la escasez de vocaciones que sufren algunos institutos, pueda sentirse la tentación de pensar que no se pueden poner miembros de los mismos al servicio de las misiones. Esta manera de pensar es errónea. Es precisamente dándola como la fe se fortalece, y Dios no deja de bendecir la generosidad de quien da, como la viuda del Evangelio, todo lo que tenía para vivir.
De la generosidad brota la alegría. El cristianismo se caracteriza por la alegría, como lo ha prometido el Señor: “nadie os podrá quitar vuestra alegría” (Jn 16, 22). Esta alegría de la victoria de Cristo es la que deben anunciar los misioneros con su propia vida, pero sabiendo que el Señor nos ha ganado la alegría con el don total de sí mismo, y aquellos que quieran ser mensajeros de alegría deben también vivir así. Personas cercanas a la beata Teresa de Calcuta decían al hablar sobre su alegría que era fruto de la bienaventuranza de la sumisión. Ella intentó no negarle nada a Dios en su vida, y de esa sumisión a su voluntad, nacía una alegría inquebrantable que la misionera llevó por doquier.
Jesucristo es el amor de Dios hecho carne por nosotros. Anunciarle significa ser testigos de su amor por cada hombre, a través de un amor que se manifiesta en gestos concretos. Pero el misionero debe saber acudir siempre a la fuente del amor: “Dios, que es Amor, es quien conduce a la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber 'de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios''. Solamente de esta fuente se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad
de Cristo” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2008, n.2).
La Virgen María, que se hizo misionera llevando a Isabel la alegría de la salvación que se había hecho carne en sus entrañas, sostenga y fortalezca a todos los religiosos y religiosas que trabajan en las misiones para dar a conocer a los hombre el amor de Dios.

(Fuente: Agencia Fides 28/06/2011)
 



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