También en el sufrimiento el hombre es sujeto que actúa, no simplemente objetoque padece.Por eso el sufrimiento madura únicamente a quienes lo aceptan,a quienes desean madurar; a los que colaboran con su acción; los que participan con lucidez, inteligencia y corazón. En una palabra: el sufrimiento madura exclusivamente a aquellos que cooperan, o sea, que actúan con él, en perfecta, aunque… lacerante armonía. (Alessandro Pronzato)
Pocas semanas antes de morir, se preguntó Santa Teresita en voz alta, en presencia de sus hermanas: “Sufro mucho; pero ¿sufro bien?” Y añadió: “Esa esla cosa”
Efectivamente, eso es lo importante: sufrir bien, con dignidad, elegantemente. Porque a todos nos sale al encuentro el dolor. Pero mientras unos salen mejorados de la prueba y maduran, otros quedan deteriorados y medio aniquilados bajo su peso.
Ante la enfermedad o cualquier otra clase de mal, el primer deber del hombre es combatirlo, tratar buenamente de liberarse de él. Pero cuando todos los esfuerzos por evitarlo resultan inútiles, hay que hacerle frente serenamente. Replegarse angustiosamente sobre sí mismo y rebelarse contra el destino empeora la situación del paciente.
No es el hecho de sufrir lo que forja automáticamente el temple del hombre y del cristiano, sino el sufrir de una manera determinada: aceptando el dolor con dignidad. Todos hemos comprobado que sólo la cruz que se abraza con decisión madura y ennoblece al hombre.
Todos conocemos enfermos que, a pesar de sus grandes dolores e incluso de su inutilidad crónica, irradian serenidad y alegría. Enfermos que se ganan el cariño y la admiración de todos por la naturalidad con que “ocupan su puesto”. Que saben desviar sabiamente la conversación hacia los problemas y preocupaciones de los demás, como si lo “suyo” no tuviera importancia. Llevan su cruz con elegancia porque arriman el hombro decididos.
Otros enfermos, en cambio, viven tristes, abatidos, amargados. De su visita se lleva uno la más penosa impresión; porque los está aniquilando la cruz que ellos rechazan desesperadamente. Como diría San Juan de Ávila, “hacen de la medicina ponzoña y toman achaque de empeorar de lo que Dios para mejorar envía.”
También es muy notorio el contraste en los ancianos. Los hay dignísimos, que van extinguiéndose lentamente con la paz y serenidad reflejadas en su semblante. Ancianos a los que se acude con confianza en busca de consejo. Recomendables por su sabiduría y discreción, que saben apreciar lo bueno de los nuevos tiempos. Amables, con sentido del humor, que saben ceder a los jóvenes el paso y el puesto gustosos, sin resentimiento, que tratan de ser todavía útiles en tareas secundarias, sin brillo, que nadie ambiciona. Ancianos, en fin, admirados y queridos de todos. ¿Cómo han llegado a ese envidiable equilibrio humano? Muy sencillo: aceptando la etapa final de la vida con el mismo señorío, con la misma bondad y grandeza moral con que han vivido y aceptado las etapas anteriores.
Pero también hay ancianos que con los años, se han endurecido en su egoísmo. Amargados, exigentes, que se hacen antipáticos quejándose de todos y de todo; no aceptando sus limitaciones, aferrándose a puestos que ya no pueden desempeñar decorosamente, y cayendo con facilidad en la tentación de envidia de los jóvenes, y de gozarse en sus fracasos.
La aceptación de la cruz llevó a Cristo a la glorificación. Hoy toda rodilla se hinca ante Él (Flp 2, 8-11) Clavado en la cruz recorre ahora el mundo ofreciendo la salvación. Es la paradoja del cristianismo: del árbol de la muerte brota la vida. La resurrección de Cristo marca el comienzo de un mundo nuevo. Los forjadores de este mundo nuevo más justo y más humano serán los atraídos por el Vencedor de la muerte que, como Él, pasen la prueba de la cruz con la alegría de salir transformados, maduros, fuertes, en lugar de ser aplastados por ella.
(Fuente: “Cuando llega el dolor”, P. Marino Purroy, 1985, pág 41 ss.)
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