Hay una mujer que tiene algo de Dios, por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de su amor.
Una mujer que siendo joven. Tiene la reflexión de una anciana y en la vejez trabaja con el vigor de la juventud.
Una mujer que si es ignorante, descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y si es instruida, se acomoda a la simplicidad de los que ama, y siendo rica, daría con gusto su tesoro para no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud.
Una mujer que, siendo vigorosa, se estremece con el vagido de un bebé, y, siendo débil, sabe revestirse a veces con la bravura de un león.
Una mujer que tal vez enseña al hijo pocas cosas, pero aquellas que le enseña, son las que marcan el sentido de cuando después aprende.
Una mujer con un poder tan grande, que sólo ella, ella solamente, es capaz de borrar de este planeta esa triste figura que a todos impresiona y que se llama huérfano.
Una mujer con un destino y vocación tan ineludibles que hasta el mismo Dios quiso sentir la cálida emoción de necesitar una.
Una mujer que mientras vive, no la sabemos estimar, porque a su lado todos los dolores se olvidan; pero después de muerta, daríamos todo lo que tenemos y todo lo que somos, por mirarla de nuevo un solo instante, por escuchar un solo acento de sus labios.
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