Ea,
hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en
ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las
preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate
algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el
aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para
buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma
mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro». Y ahora, Señor,
mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte.
Señor,
Tú eres mi Dios, mi dueño, y con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado,
me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Me creaste,
en fin, para verte, y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.
Enséñame
a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos
que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando te
buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré.
San
Anselmo
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