Sucedió
con todos los santos, con todos, sin excepción. Se enamoraron de Jesús: por lo
que dijo, por lo que hizo, por su modo de actuar y por todo lo que representa
en la historia de la humanidad.
A primera vista, suena poético que alguien se haya
enamorado de Jesús. Con el correr del tiempo se comprende que esto significa
mucho màs que besar crucifijos, inclinarse ante el sagrario y ladear la cabeza
con suspiros estratégicos durante las oraciones dulzonas y pronunciadas en voz
baja… Más aún: se descubre que no existe piedad más fuerte que la del hombre o
la de la mujer que hicieron de Jesús la razón de ser de sus vidas.
Según el mismo Maestro, este amor tiene su
precio. No es posible servir a Jesús y amarlo con amor eterno, sin cargar su
cruz. Se goza con las alegrías de la transfiguración (Mt 17,2; Mc 9,3), pero
después está la cruz (Mt 16,24) y nos acechan los sufrimientos (Gal 6,14). Si existe
la promesa del cien por uno para aquél que tuvo el coraje de dejarlo todo por
Él, existe
también la obligación de compartir su angustia y su dolor de amor
por la humanidad ( Jn 15,13) enamorarse de Jesús no es entonces una aventura superficial, de esas que cosquillan en el
corazón y arrancan suaves suspiros y hermosas oraciones al sonido dulce de un
órgano en el fondo de la Iglesia. Es la entrega de sí mismo para lo que sea, y
la alegría siempre plena del que sabe en quién cree ,(2 Tim 1,12) y lo que le
espera (Flp 1,21)…
Cuando usamos la palabra “enamorado”, corremos el riesgo de ser mal interpretados. Pero
tú eres lo suficientemente sensato como para no detenerte en detalles lingüistas,
porque sabes que nos referimos a un amor que devora, consume el corazón y arde
en nuestro interior, con el coraje de darlo todo para que Jesús sea conocido y
amado como nosotros lo conocemos y amamos. No es sólo amistad. Tampoco el
amor-pasión egoísta de los amantes. Es el amor desinteresado del hermano, o del
hijo agradecido, que ya no sabe qué hacer para agradecer tanto amor recibido y
quiere que Jesús sea la misma fuente de alegría para los demás, como lo es para
nosotros.
Conozco a algunas personas que aman a Jesús de
verdad. Es un amor que se apodera del corazón con tal fuerza que trasunta al
mismo Jesús. Esas personas no son dulzonas, no fingen piedad, no emiten
suspiros, no son raras, ni necesitan
nada de lo que se dio en llamar santidad. Simplemente aman a Jesús, y cuando
hablan o cantan, hasta en lo que dicen,
o cuando juegan al fútbol o llevan a cabo cualquier actividad, se nota
que sus vidas son totalmente de Jesús. Sus vivencias son Cristo (Flp 1,21) no
necesitan probar que son íntimos de Jesús y que viven por Él. Su forma de ser,
actuar y tratar a las personas revelan que en ellos está la presencia de algo
grande. En su identificación con Jesús, que sólo puede haber ocurrido porque
creyeron en Él, llegaron a la conclusión que nadie puede más que Él y
comprendieron que nadie merece mayor amor que Él.
(P.
Zezinho, scj)
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