Dt 4,32-34.39-40: El Señor es el único Dios;
no hay otro
Salmo Responsorial 32: Dichoso el pueblo que
el Señor se escogió como heredad
Rom 8,14-17: El espíritu de hijos adoptivos
nos hace gritar: "¡Abba!"
Mt 28,16-20: Bautícenlos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo
1. «Bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo».
El Señor glorificado da a la Iglesia la orden
de bautizar a todos los hombres que pueda bajo el signo de la Trinidad de Dios.
El bautismo cristiano es designado a menudo también como la marca de un sello;
el bautizado debe saber a quién pertenece y según qué vida y qué ejemplo ha de
conducirse. La Trinidad
divina no es para nosotros simplemente un misterio
impenetrable (como se la presenta a menudo), es más bien la forma en que Dios
ha querido darse a conocer al mundo y especialmente a nosotros los cristianos:
El es nuestro Padre que nos ha amado tanto que entregó a su Hijo por nosotros y
además nos dio su Espíritu para que pudiéramos conocer a Dios como el amor
ilimitado. ¿Quién -se pregunta Pablo- conoce la intimidad de Dios? Sólo su
propio Espíritu. Pero es precisamente este Espíritu el que El ha puesto en
nuestros corazones: «Así conocemos a fondo los dones que Dios nos ha hecho» (1
Co 2,12). Si se conoce la verdad cristiana, es absolutamente falso decir que el
hombre es incapaz de conocer a Dios. Dios no sólo nos ha hecho conocer su
existencia (de la que tiene un presentimiento todo hombre que ve que las cosas
del mundo no se han hecho a sí mismas), sino que nos ha proporcionado también
una idea de su esencia íntima. Esto es lo que la Iglesia debe anunciar a «todos
los pueblos».
2. «Que somos hijos de Dios».
La segunda lectura nos dice que la Iglesia
transmite a los creyentes y bautizados no solamente esa visión de la
interioridad de Dios, por así decirlo, desde fuera, sino que nos permite
penetrar en su vida íntima como amor. La lectura comienza con el Espíritu Santo
que nos ha sido dado y que nos muestra, si lo aceptamos, que somos en
Jesucristo «hijos de Dios» Padre: para esto hemos sido creados (Ef 1,4-12). Y
como en Cristo «se esconden todos los tesoros del saber y del conocer» (Col
2,3), los cristianos nos convertimos en «coherederos» de todas esas riquezas,
que no son tesoros terrenales sino los tesoros del amor eterno, que son los
auténticos tesoros a los que el hombre aspira porque sabe que los bienes
terrenales son efímeros y la polilla los echa pronto a perder. La esencia de
Dios que el propio Dios nos revela como el amor infinito siempre nuevo y nunca
aburrido es mucho más de lo que el anhelo humano más exigente puede desear para
sí.
3. «¿Algún Dios intentó jamás... ?».
Ya en la Antigua Alianza, dice la primera
lectura, Israel quedó deslumbrado por el gran amor que Dios le dispensó. Israel
sabía que no hay nada en ninguna de las religiones del mundo que sea comparable
a este amor. Se nos invita a experimentar esto nosotros mismos: «Pregunta,
desde un extremo a otro del cielo», si hay algo comparable a este amor que Dios
ha demostrado al hombre. Esto adquiere todo su sentido cuando Dios culmina su
alianza pactada con Israel en la vida, muerte y resurrección de Cristo,
desvelándonos así totalmente la gloria de su amor; cuando el velo que cubría
todavía el Antiguo Testamento se quita y nosotros «con la cara descubierta
reflejamos la gloria del Señor» y nos vamos «transformando» cada vez más
profundamente en esa gloria del amor (cfr. 2 Co 3,18).
Para la revisión de vida
-¿Me dejo inundar por la vida de Dios?
-¿Estoy atento a la "vida
comunitaria" para que mi comunidad se parezca a «la mejor Comunidad»?
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