Mi tío Alejandro Brac vivía sobre
la antigua ruta 11, entre Caraguatay y Malabrigo. Ese camino de tierra formaba
como una picada en el monte, bordeando las vías del Ferrocarril Belgrano.
Siendo estudiante, en alguno de
mis regresos al norte, aprovechaba para arrimarme hasta allá, casi siempre a
caballo en compañía de mi hermano Arnoldo, que falleciera tiempo después en un
accidente sobre esa misma ruta 11.
Llevo unida la imagen de este tío
a uno de sus famosos cuentos. Tenía arte para contarlos, y mucha sabiduría
encerrada en sus palabras. Con todo creo que este cuento ha rodado mucho dentro
de mí mismo, y que el tiempo lo fue puliendo y golpeando como a los laques
mapuches. Y en mi caso en un contexto guaraní, que por se el de mi infancia,
siempre me ha dado astillas para mis quemazones.
Y ahí va lo sucedido. Una vuelta
estaba el Niño Jesús a la costa del Paraná jugando. Como todos los niños se
dedicaba a modelar figuras de animales y de pajaritos con sus manitas
embarradas. Solo que él tenía el poder de darles además de la forma, la vida.
Luego de trabajarlos bien, no los ponía a secar. Simplemente los colocaba en la
palma de la mano y los soplaba. Es decir: los rozaba con su aliento como si les
diera un beso. Y al sentirse alentados por el beso de Dios, los animalitos se
estremecían de vida; y se largaban a volar, a correr, a saltar o a hacer
aquello que la vida les regalaba por dentro.
Pero un día el Niño Dios quiso
hacer algo realmente bonito. Iba a crear el mainumb: el picaflor. La verdad es
que se esmeró al inventarlo. No quería hacerlo grande, pretendía hacerlo
hermoso. Buscó entre los ivot iporá veva, las flores más lindas, los colores
más brillantes y llamativos y se los colocó en la palma de la mano. En un claro
del monte recogió algo del ñasaind, dejado por la luna. Del cohetí mañanero, la
alborada, extrajo los colores suaves. Mezcló todo esto con un puñadito blando
de retá pytá, tierra colorada del borde del Paraná. Lo amasó despacito con sus
dedos divinos hasta hacer una pasta tierna y delicada. Y le dio la forma de un pajarito,
en le que metió una chispa de aratirí: el relámpago.
Así lo tenía en al palma de su
mano derecha, como si fuera el nido desde donde tendría que partir. Lo arrimó
despacito a la boca y lo rozó apenas con sus labios para besarlo. Tocado por el
soplo divino el pajarito se estremeció entero y abriendo las alas partió recto
hacia arriba, para doblar en ángulo cerrado sobre sí mismo y ser una flor
temblorosa frente a un racimo azul de jacarandá. Así nació el mainumb.
Pero resulta que Añá Mba’e Poch,
el diablo, lo andaba espiando. Porque quería copiar lo que el Niño Dios hacía,
para sacar también él algo parecido. Fue haciendo lo que le veía hacer. Y así,
juntó también él un poco de los colores de las flores primorosas, le robó los
tintes a la alborada, y los mezcló con claro de luna y temblor de refucilo.
Buscó la greda colorada del Paraná y con sus dedos peludos y largos trató de
darle forma a la pasta que había conseguido. No le salió tan prolijo, porque de
apurado tenía un ojo en lo que miraba y otro en lo que hacía. Lo que siempre es
feo. Cuando lo tuvo listo a su pajarito, resulta que éste no se movía. Y claro
¡que se iba a mover! Si no tenía vida adentro. Tenía que soplarlo. Pero el
diablo tiene mal aliento. En cuanto Añá Mba’e Poch la arrimó a su hocico y lo
quiso besar, el pobre bichito se aplastó contra la mano como para atajarse. El
diablo lo tiró para arriba, a fin de que volara. Y resultó que en vez de
largarse de flor en flor como el mainumb de Dios, el animalito cayó al suelo
como un cascote y se desparramó todo. Así nació el cururú vaí, el escuerzo. A
pesar de que tiene lindos colores, siempre anda aplastado y escondiéndose,
porque lleva arriba el mal aliento del diablo.
Dios inventó el amor, con todo lo
lindo que encontró, y le dio el beso de su bendición. El diablo quiso copiarlo,
y lo que le salió fue el vicio, la pasión y el egoísmo. En muchas cosas se
parecen, pero son muy distintos. Como el mainumb lo es del cururú vaí.
( Fuente: “Cuentos Rodados”
Mamerto Menapace)
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