Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas,
en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida (Cf
Ef 2, 12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de
todas las desilusiones sólo puede ser Dios, el Dios que nos a amado y que nos
sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf Jn 13,1; 19,
30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente
la “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos
encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera “la vida eterna”, la
vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su
plenitud. Jesús, que dijo de sí mismo que había venido para
que nosotros
tengamos la vida y la tengamos en su plenitud, en abundancia, nos explicó
también qué significa la “vida”: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti,
único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”. La vida en su verdadero
sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una
relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si
estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo,
entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos”.
(Fuente: “La alegría de
la fe” Benedicto XVI)
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