La entrada de Jesús en Jerusalén en este domingo de Ramos la
describen los cuatro evangelistas envuelta en un repertorio de símbolos que en su desarrollo
van destilando todo el sentido de la fiesta que celebramos hoy. El evangelio de
Juan menciona tres Pascuas vividas por Jesús durante su vida pública de donde
se ha inferido la tradición de que el ministerio público de Jesús duró tres años. Los Sinópticos han
transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la
resurrección. Según san Lucas, el camino de Jesús a Jerusalén se describe en
términos de una subida desde Galilea. De hecho este camino es una subida en
sentido geográfico puesto que el mar de Galilea está aproximadamente a 200
metros bajo el nivel del mar Mediterráneo, mientras que al altura media de
Jerusalén es de 760 metros. Pero, sobre todo, esta subida está jalonada por
tres predicciones de la pasión, muerte y resurrección de Jesús que apuntan a la
meta de esta peregrinación de Jesús a Jerusalén.
Jesús
llega al monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la
entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que
encontrarán un borrico atado que nadie había montado y les da la orden de
desatarlo y llevárselo. Lo hacen de acuerdo con la predicción de Jesús y así
puede entrar Jesús en la ciudad montado en un borrico prestado. Todo esto puede
parecer irrelevante para el lector actual, pero para los judíos estaba cargado
de referencias bíblicas que aluden al tema de la realeza
davídica de Jesús.
Alude sobre todo a Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan expresamente
para hacer comprender el misterio del domingo de ramos: “Decid a la hija de
Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino,
hijo de acémila”. Lo que Jesús proclama solemnemente como programa del Reino en
el sermón de la montaña, lo reivindica para su persona en esta acción simbólica
de la entrada en Jerusalén montado en un borriquillo. El es un rey que rompe
los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres.
Reivindica un derecho regio y lo consolida
sobre la base de la predicción del Antiguo Testamento que se hace
realidad en El.
La
referencia a Zacarías 9,9 excluye una interpretación violenta de la realeza.
Jesús no emprende una insurrección militar, nada que ponga en riesgo la
estabilidad del imperio. Su poder reside en la pobreza, en la paz de Dios que
es para Jesús el único poder salvador.
La acción
que realizan los discípulos también tiene una significación simbólica. Echar
los mantos encima del borriquillo viene
a ser un gesto de entronización según la tradición de la realeza davídica. Los
peregrinos que han venido a Jerusalén se contagian del entusiasmo de los
discípulos y cortan ramas de los árboles mientras gritan palabras del salmo
118, unas palabras que en sus labios se convierten en una proclamación
mesiánica de Jesús: “¡Hosanna, bendito el que viene en el Nombre del Señor!
¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las
alturas!”. La palabra “Hosanna” fue en su origen una petición de ayuda para
pedir lluvia en la fiesta de las tiendas. Pero luego evolucionó en el mismo
sentido de la fiesta y en los tiempos de Jesús vino a asumir un sentido
mesiánico. En nuestro contexto era una expresión de alabanza jubilosa a Dios y
de esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo una
petición de que fuera instaurado el Reino de David, y con ello, el reinado de
Dios sobre Israel.
La palabra
siguiente, sacada del salmo 118, “Bendito el que viene en nombre del Señor” se
había convertido en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios.
De este modo se transformó en una alabanza dirigida a Jesús, saludado como el
que viene en nombre de Dios, como el Esperado y Anunciado por todas las
promesas. Los protagonistas de esta
aclamación no fueron los habitantes de Jerusalén sino los que acompañaban a
Jesús entrando con El en la ciudad santa.
Lo da a
entender explícitamente el evangelista san Mateo añadiendo el comentario: “Al
entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: ¿Quién es éste. La
gente que venía con él decía: Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”
(21,10s.). Es evidente el paralelismo con la llegada de los reyes de oriente en
el evangelio de la infancia. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de
Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer. Esta noticia había
dejado a Jerusalén trastornada. Ahora se alborota. Mateo usa la misma palabra
griega de donde viene la palabra castellana seísmo para indicar el
estremecimiento semejante a un terremoto causado por la entrada triunfal de
Jesús en Jerusalén. Un sentimiento que se nos ha hecho familiar en tantos
rostros como hemos visto hace unos años
con ocasión del tsunami y de los terremotos del Japón y de Lorca de Murcia.
En este
acto litúrgico que celebramos la Iglesia saluda al Señor como a Aquel que
viene, el que ha hecho su entrada solemne entre nosotros. Y lo saluda al mismo
tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su
venida. Como peregrinos vamos hacia El. Como peregrino El sale a nuestro
encuentro y nos incorpora a su subida hacia la cruz y la resurrección, hacia la
Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está
desarrollando en medio de este mundo.
(Fuente: José Antonio
Jauregui sj- jesuitasdeloyola.org)
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