Juan 12, 20-36
Estaban acercándose a la fiesta de la Pascua: la Grande
entre las fiestas. Y Jesús había resuelto decididamente ir a Jerusalén.
Sabiendo que allí le esperaba la cruz y la muerte.
Pero quería cumplir la voluntad del Tata. Para eso había
venido al mundo. Y nada, ni nadie habría de apartarlo de esta misión. Sabía que
se acercaba la Hora. Esa que habían anunciado los profetas desde antiguo. Y la
que el Viejo Simeón le previniera a María en el templo cuando acudieron a
Jerusalén por primera vez.
Y allí se encontraba con sus discípulos. Como si estuviera
esperando un signo que le hiciera ver lo que Él mismo deseaba ardientemente. Y
el signo llegó. Aparentemente muy sencillo. Casi fuera de contexto.
Tal vez Él mismo no conociera la hora de una manera tan
clara como nosotros nos la imaginamos hoy. No hubiera sido humano, y Cristo lo
era plenamente y sin trampas. Pero tenía una sensibilidad alertada en la atenta
escucha de la voluntad del Tata. Intuía por los signos la llegada del momento.
Lo mismo que el vegetal, cuando algo bulle por dentro en el silencio de su
madera verde y el llamado de la primavera lo encuentra alerta.
Unos paganos, griegos, querían conocer a Jesús. Tal vez se
sintieron algo descolgados en esa fiesta estrictamente judía. Como no
pertenecientes al Pueblo de Dios, al menos por la sangre, les estaba prohibida
la entrada al templo. Pero querían conocer a Jesús. No se animan a encararlo
directamente. Dos apóstoles
harán de intermediarios: Felipe y Andrés, quienes
fueron a decírselo al Señor.
Quizá en el secreto de sus noches de oración había
presentido que su misión en la tierra terminaría con la glorificación cruenta
de su muerte. Y que ello sería la apertura a todos los pueblos. La lámpara que
había alumbrado solamente a Israel, al ser sepultada por las tinieblas, dejaría
paso al Sol de justicia que alumbra a todas las naciones.
Ya se había encontrado premonitoriamente con los paganos.
Allá en su infancia, como se lo contara su Madre, había sido visitado por los
Magos, y los egipcios lo habían acogido como prófugo. Más tarde fueron el
centurión y la cananea. Los samaritanos y los sidonios también lo habían
encontrado y recibido. Pero en el fondo, todos estos sólo habían participado de
las sobras desperdiciadas por los niños caprichosos de la mesa de Israel.
Ahora, en cambio, los paganos pedían verlo. Los pueblos que
andaban en tinieblas buscaban la luz que viene de lo alto. Y Jesús se da cuenta
de que ha llegado la hora en que la antorcha sea elevada y arda en plenitud,
para que pueda atraer todo hacia Sí.
Es consciente de que ello significa morir. Y humanamente
todo su ser rechaza el sufrimiento y la muerte. Quisiera esquivar esta hora, y
hasta se siente tentado de suplicar al Padre para que la suprima, sabiendo que
sería escuchado. Pero también sabe que ha venido justamente para esto. Ante el
dilema, opta decididamente por la voluntad del Tata. Toda su voluntad propia se
pone en tensión y en disponibilidad para que sea glorificado el nombre de su
Tata que está en los cielos. Nuevamente el Padrenuestro le brota de los labios,
lo mismo que en el silencio del cerro en sus noches soledosas. Pero aquí está
entre los hombres y en el corazón de la ciudad donde mueren los profetas. No es
lícito el silencio. Por eso grita:
—¡Tata. Glorifica tu Nombre!
Y la Voz del Jordán y del Tabor vuelve a hacerse trueno.
Él–que–Es, está. Yo – estaré no defraudó a Moisés ante una misión condenada
humanamente al fracaso. Nuevamente el Tata se compromete a hacer del fracaso humano
su camino de liberación.
Si el grano de trigo entregado a la tierra no acepta morir,
se queda solo. Si se entrega, se hará trigal.
Crean en la Luz. Si la antorcha no se quema, se queda sola y
a oscuras. Pero si se consume y arde, alumbra a todo hombre que llega a este
mundo. Y atrae todo hacia sí.
(Fuente: "Sufrir pasa" Mamerto Menapace)
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