Hay quien nunca frena. Quien vive deprisa. Quien viaja sin
cesar de un lado a otro, de una experiencia a otra, de un momento a otro. La
velocidad es signo de nuestros tiempos. Y la desmemoria. Olvidamos, quizás,
rápido, porque vivimos rápido. Por eso, en algunos momentos, hace falta frenar.
Detenerse, plantar los pies en tierra firme, mirar alrededor, y también mirar
hacia dentro. Preguntarse por lo que, tal vez, es inercia e inmediatez; por las
personas que forman parte de nuestro horizonte diario; por las metas que guían
la propia vida. Y, con todo eso, pensar en si merece la pena, o si puede ser
mejor.
Desde la fe, el tiempo de cuaresma nos ofrece esa
posibilidad. Es la ocasión de detenernos; de buscar un poco de desierto en medio de lo cotidiano; de
plantar los pies en la tierra firme del evangelio y mirar alrededor. En ese
espacio más desnudo podemos salir de inercias. Podemos dejar de lado
seguridades y
comodidades para transitar por un paraje nuevo. Hay muchos modos
de hacerlo. Tiene un punto de seriedad, de cuidado interior. Te abstienes de lo
habitual para abrirte a lo inesperado (y a eso lo llamamos ayuno).
Una vez en ese desierto, habremos de ponernos a la escucha,
de esa voz interior con que el espíritu nos agita al escuchar la palabra. A eso
lo llamamos oración. Se ora mirando
a Dios, mirando al mundo, mirándose a uno mismo. Se ora con las noticias, con
la Biblia, con los deseos, con los miedos. Se ora de mil formas distintas… Y se
escucha también con la mirada activa, con los gestos, con la atención a los
hombres y mujeres que más necesitan paz, pan y palabra (limosna). Pues ahí, si la limosna es puerta abierta al encuentro
–y no gesto lejano-? también se nos abren los ojos y las entrañas.
(Fuente: pastorlasj.org)
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