Fue quizá por aquel “no temas” que
pronunció el ángel de la anunciación. Lo cierto es que, a partir de entonces,
María afrontó la vida con increíble fortaleza y se convirtió en el símbolo de
las “madres coraje” de todos los tiempos.
Está claro, también ella tuvo que
vérselas con el miedo.
Miedo de no ser entendida. Miedo
de la maldad de los hombres. Miedo de no lograrlo. Miedo de la salud de José.
Miedo de la suerte de Jesús. Miedo de quedarse sola… ¡Cuántos miedos!
Sino existiera, habría que
levantar un santuario a la “Virgen del miedo”. En sus naves nos guareceríamos todos un poco. Porque
todos, como María, nos sentimos sacudidos por ese sentimiento humanísimo que es
la señal más clara de nuestro límite.
Miedo del mañana. Miedo de que
pueda terminar, sin previo aviso, un amor cultivado por años. Miedo del hijo
que no encuentra trabajo y ha superado los treinta. Miedo de la suerte de la
pequeña de casa, que llega siempre pasadas las doce de la noche incluso en
invierno, y no se la puede decir nada porque responde mal. Miedo de la salud
que declina. Miedo de la vejez. Miedo de la noche. Miedo de la muerte…
Pues bien, en el santuario
levantado a la “Virgen del miedo”, ante ella convertido en la “Virgen de la
confianza”, cada uno de nosotros encontraría la fuerza para seguir adelante,
descubriendo los versículos de una salmo que María musitaría quien sabe cuántas
veces: “Aunque camine por una valle oscuro, nada temeré, porque tú estás a mi
lado…”
CONTINUARÁ...
(Fuente:
“María, Señora de nuestros días” Antonio Bello)
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