Virgen del miedo, por tanto. Pero
no de la resignación. Porque nunca dejó ella caer sus brazos como señal que
cedía, ni los alzó con gesto de rendición. Sólo una vez se rindió: cuando
pronunció el “SÍ” y se consideró
prisionera del Señor.
Desde entonces reaccionó siempre
con determinación increíble, yendo contracorriente y superando dificultades
inauditas que hubieran paralizado las piernas del más audaz. De la incomodidad
del parto en la clínica de un establo, hasta la expatriación forzosa para huir
de la persecución de Herodes. Desde los días amargos de asilo político en
Egipto, hasta el momento de conocer la profecía de Simeón cargada de presagios
cruentos. Desde los sacrificios de una vida pobre en los treinta años de
silencio, hasta la amargura del día en que cerró para siempre el taller del “carpintero”
perfumado de pintura y de recuerdos. Desde las apreturas del corazón que le
ocasionaban algunas noticias que circulaban en torno a su hijo, hasta el
momento del Calvario, cuando desafiando la violencia de los soldados y las
carcajadas de la plebe, se plantó intrépidamente al pie de la cruz.
Difícil prueba la suya. Señalada,
igual que la del hijo moribundo, por el silencio de Dios. Una prueba sin
escenografías y sin merma de sufrimiento, que explica aquella antífona que
canta la liturgia del viernes santo: “¡Vosotros que pasáis por el camino,
deteneos y ved si hay dolor como mi dolor!”.
Santa María, mujer intrépida, tú
que en las tres horas de agonía al pie de la cruz absorviste como una
esponja
las madres de la tierra, concédenos una
porción de tu fortaleza…
Santa María, mujer intrépida, tú
que en el Calvario, aunque sin morir, conquistaste la palma del martirio,
anímanos con ejemplo a no dejarnos derribar por la adversidad. Ayúdanos a
llevar las alforjas de las tribulaciones cotidianas no con almas de
desesperados, sino con la serenidad de quien sabe que le guarda Dios en el cuenco de la mano. Y si se nos
insinúa la tentación de terminar con todo porque no podemos más, acércate a
nosotros. Siéntate sobre nuestras aceras desconsoladas. Repítenos palabras de
esperanza.
Y entonces, confortados con tu
aliento, te invocaremos con la oración más antigua escrita en tu honor: “Bajo
tu protección buscamos refugio , santa Madre de Dios; no desprecies las
súplicas de quienes pasan por esta prueba y líbranos de todos los peligros,
Virgen gloriosa y bendita”.
Así sea.
(Fuente:
“María, Señora de nuestros días” Antonio Bello)
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