Donde este tu tesoro estara tu corazón |
Las diatribas de Jesús contra la riqueza causaban en sus
discípulos desconcierto y escándalo (cf. Mc 10, 26), pues pensaban según la
mentalidad tradicional, para la que la riqueza era un signo de la bendición de
Dios. Es fácil imaginar que la parábola del rico insensato (que leímos la
semana pasada) produjo en ellos una reacción similar de sorpresa y temor. Y más
teniendo en cuenta que se trataba de un grupo humano débil y, con mucha
probabilidad, social y económicamente pobre. En situaciones de pobreza y debilidad
es normal aspirar a mejorar el propio estatus, y también a alcanzar la
seguridad tibia que ofrece el bienestar material. De ahí las palabras de
estímulo que Jesús pronuncia a continuación, y que acabamos de escuchar en el
evangelio de hoy, con las que continúa su enseñanza sobre la verdadera riqueza.
Jesús exhorta a no temer, pese a la propia pequeñez, sino a
poner la confianza en Dios, que ha decidido regalar a los que confían en Él una
riqueza inmensamente superior a todas las posesiones materiales y a todo el
poder de este mundo: su propio reino. Ese reino del que Jesús ha hecho el
centro de su predicación, y que ya se ha hecho presente, se convierte ahora en
un don que Dios hace a su pequeño rebaño. Ese don es la persona misma de
Jesucristo, por el que merece la pena venderlo todo y darlo generosamente a los
pobres, para adquirir así un tesoro que no se puede echar a perder ni puede ser
robado.
En realidad, más que el tener (en cierto modo inevitable) o
el no tener, Jesús mira a la verdadera cuestión: dónde está nuestro corazón. Un
hombre puede ser pobre económicamente, pero vivir sólo para sus escasos bienes
materiales, ser egoísta, interesado, tacaño. Su corazón está en la riqueza, la
poca que tiene y la mucha que quisiera tener. Alguien puede gozar de una buena
posición, pero ser generoso, desprendido, abierto a las necesidades de los
demás, y dispuesto a dejarlo todo si así se lo exige su fe. Así pues, Jesús nos
está invitando a examinar nuestro corazón, a comprobar cuáles son los tesoros
por los que estamos dispuestos a venderlo todo. De este modo, nos está llamando
a hacer un ejercicio de autoconciencia, a abrir los ojos y vivir en vela. Este
ejercicio es ya un primer paso para hacer la elección de la verdadera riqueza.
Porque, de hecho, cuando el ser humano se entrega (entrega su corazón) al mero
bienestar material, se abotaga y adocena.
Recordemos al hombre de la parábola de la semana pasada. Ha
decidido relajarse y dedicar el resto de su vida a comer y a beber, a pasarlo
bien. Y de esa manera ha olvidado que nuestros días en la tierra están
contados. Es evidente que en ocasiones tenemos que descansar y relajarnos, esto
también es un deber, y Jesús mismo lo practicaba con sus discípulos (cf. Mc 6,
31), pero otra cosa muy distinta es consagrar (o pretender consagrar) la propia
vida al ocio y a la satisfacción propia. Lo contrario de esto es la vida
consciente, en vela, que nos recomienda Jesús. Se trata, en definitiva, en
tomarse en serio la vida, que es una cosa seria, en hacerse consciente de los
verdaderos valores, los que dan un sentido definitivo a nuestra existencia y
que, a fin de cuentas, descubrimos en toda su plenitud en el mismo Jesucristo,
en el que Dios ha tenido a bien darnos el reino.
Vivir en vela significa, además, vivir a la espera del Señor
que viene de tantas maneras a nuestra vida cotidiana (en la Palabra, en la
Eucaristía, en nuestros hermanos necesitados, también en el amargo trance de la
muerte). Pero no se trata de una espera pasiva, sino que, por el contrario,
Jesús la describe como la realización de un servicio. Es decir, los bienes del
reino que Dios nos ha regalado no se convierten por ello para nosotros en una
especie de propiedad privada y exclusiva: no somos dueños del reino, de los
bienes que nos ha confiado Jesús, sino sólo sus administradores.
Se entiende la pregunta de Pedro: “¿has dicho esta parábola
por nosotros o por todos?” La enorme riqueza de la fe en Jesucristo recibida
por los discípulos les ha sido dada en depósito, para que la administren
fielmente en favor de todos. Si la consideramos algo exclusivo, de la que
podemos disponer a voluntad sólo en beneficio propio, nos convertimos en una
secta cerrada, que se olvida que debe dar cuenta a su señor de los dones
recibidos. Pero el grupo de los seguidores de Jesús es una comunidad abierta
que se sabe investida de una misión sacerdotal en beneficio de toda la
humanidad, que no se guarda para sí, sino ofrece gratuitamente a todos, lo que
gratis ha recibido.
Y no puede ser de otra manera cuando los bienes de los que
hablamos son el don de la filiación divina y de la fraternidad universal. En
Cristo nos sabemos hijos de Dios y, por tanto, hermanos de todos. ¿Es posible
guardarse para sí una riqueza de este tipo? ¿No tenemos por necesidad que salir
al encuentro de todos a comunicarles que también ellos son hijos amados del
Dios Padre de Jesucristo, que también ellos, como nuestro padre en la fe
Abraham, son peregrinos en camino a la patria definitiva, de sólidos cimientos,
y pueden participar de una fecundidad que supera toda expectativa humana?
En el testimonio valiente de nuestra fe y en el servicio
desinteresado a nuestros semejantes nos vamos convirtiendo en el administrador
fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que
les reparta la ración a sus horas.
(Fuente:
ciudadredonda.org)
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