El arrepentimiento de Dios… y el nuestro
Durante el año litúrgico C leemos dos veces la parábola del
Hijo pródigo: en el domingo cuarto de Cuaresma y, junto con las otras parábolas
de la misericordia, en este domingo 24 del tiempo ordinario. Pero no se trata
de una mera repetición: el diferente acento lo marcan las respectivas primera y
segunda lectura. Allí se insistía en el arrepentimiento del hombre, llamado a
reconciliarse con Dios. Ahora, en cambio, se mira sobre todo a la actitud de
Dios ante el pecador; se puede decir que se subraya el arrepentimiento de Dios:
“el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”.
Esto nos invita a reflexionar sobre la imagen que tenemos de Dios y, tal vez, a
modificarla. No se trata de nuestro “concepto teórico” de Dios, pues Dios no
cabe en ningún concepto y los desborda a todos. La cuestión es práctica y
existencial, pues trata de su actitud ante nosotros: es ahí donde descubrimos
que Dios nos supera y sorprende. Un Dios que se arrepiente… ¿Qué quiere decir
esto? ¿Cuál es la actitud de Dios ante el mal y el pecado?
Son muchos los que acusan a Dios de permanecer indiferente
ante el mal del mundo. Aquí se apoya uno de los argumentos más fuertes contra
la existencia de Dios, que se esgrimió sobre todo en la
cultura moderna.
Aunque, todo hay que decirlo, la no existencia de Dios, lejos de resolver el
problema lo irresoluble.
Otros, en cambio, piensan que Dios reacciona ante el pecado
humano castigando a los pecadores. Aunque esta mentalidad era popular en la
antigüedad, todavía pervive hoy en diversas religiones e, incluso, entre no
pocos cristianos. Desgracias individuales y colectivas se contemplan como
consecuencias más o menos directas del pecado humano y de la actividad punitiva
de Dios. Así que, contra los que se quejan de que Dios permanezca impasible
ante el mal, encontramos aquí una respuesta que, todo hay que decirlo, no nos
sirve de mucho consuelo. Porque, si antes se quejaban de la inactividad divina,
ahora alzarán la voz contra su indebida intromisión en asuntos de estricta competencia
humana… ¿En qué quedamos? ¿Interviene Dios o no interviene? ¿Queremos nosotros
que intervenga, o preferimos que no lo haga? Y, si sí, ¿en qué sentido?
Posiblemente, para responder adecuadamente a estas difíciles
preguntas, lo mejor es dejar de filosofar (aun sin tener nada contra esa noble
actividad) y ponerse a la escucha de la Palabra, que nos dice que Dios no
permanece impasible ni ocioso ante el mal y el pecado, pero que lo que hace
nada tiene que ver con la actividad punitiva que le atribuyen algunos.
La Palabra propone como trasfondo de la actitud de Dios
hacia el hombre tres pecados de especial gravedad. En la primera lectura se
habla de idolatría, esto es, de la divinización indebida de realidades
naturales. En la carta a Timoteo Pablo se acusa a sí mismo con dureza y sin
tapujos (“blasfemo, perseguidor, insolente”) de haber perseguido a Cristo; no
es que haya adorado a un falso dios, sino que se ha opuesto al verdadero. En
estos tiempos de subjetivismo rampante nos cuesta aceptar el discurso sobre el
verdadero Dios, la verdadera religión y, en consecuencia, el pecado de haberse
opuesto a la Verdad en nombre de lo que uno consideraba verdadero. En realidad,
Pablo concede los derechos de la conciencia errónea al mitigar su autoacusación
(“yo no era creyente y no sabía lo que hacía”), pero no por eso se considera
justificado. El ser humano no tiene sólo el deber de actuar de acuerdo a lo que
le parece bueno y verdadero, sino también el de buscar con sinceridad lo que lo
es realmente. Por fin, el evangelio personifica en el hijo pródigo el pecado de
negación del padre y la depravación de una vida desenfrenada y egoísta.
¿Cuál es la reacción de Dios ante estos (y otros) pecados?
La primera lectura parece atribuirle el propósito de castigar a los idólatras
borrándolos de la faz de la tierra. Sólo ante la oposición e intercesión de
Moisés Dios “se arrepiente” de su propósito y aplaca su ira. Pero, ¿qué
significa esto? ¿Hay que entenderlo al pie de la letra? ¿Es que acaso hemos de
aceptar que Moisés era mejor que el mismo Dios? Sería absurdo. El
“arrepentimiento” de Dios ante la intercesión de Moisés es un bello recurso
literario, que subraya que, sin bien el pecado del hombre es autodestructivo,
Dios reacciona con la misericordia y el perdón. El papel de Moisés como
intercesor ante Dios a favor del pueblo nos recuerda que el hombre participa de
los designios salvíficos de Dios, que Dios mismo se apoya en la mediación
humana y, en definitiva, aquí se anticipa proféticamente la mediación exclusiva
y definitiva de Jesucristo.
Pablo confirma en la carta a Timoteo lo que acabamos de
decir con tanta claridad, que apenas cabe más comentario que releer esas
palabras llenas de fuerza y confianza sobre el derroche de gracia, de amor, de
compasión y de paciencia que Dios se gasta con nosotros.
Por si quedaban dudas, las parábolas de la misericordia
deberían ser el argumento definitivo. Dios no sólo perdona, salva y recrea,
sino que, cuando el hombre “se pierde”, sale a su encuentro, lo busca con
ahínco y esmero, sin ahorrar esfuerzos. Así lo ha manifestado en Cristo, que
para encontrar y salvar al pecador ha ido hasta el extremo de la muerte.
Se dice que los pastores conocen a sus ovejas una por una y
no en “rebaño”. Así nos conoce y nos busca Dios. Somos para él más valiosos que
la moneda perdida de la mujer de la segunda parábola, que seguro que no había
perdido unos céntimos. Cualquiera entiende qué supone perder la garantía el
sustento propio y de los suyos. Pero Jesús ahonda aún más su enseñanza sobre la
misericordia: somos más que una oveja conocida por el nombre, o el tesoro que
nos promete la supervivencia; para Dios somos como el hijo único, amado con un
amor exclusivo, que es como los buenos padres y, sobre todo, las buenas madres
quieren a cada uno de sus hijos, por muchos que tengan. Un amor exclusivo es un
amor incondicional, que sale al encuentro del hijo perdido “cuando estaba
todavía lejos”, un amor que no reprocha ni castiga, sino que abraza, recrea y
festeja la vuelta a casa. Dios, en efecto, tiene una actitud activa ante el
pecado y el mal, pero también respetuosa hacia la libertad humana, a la que no
fuerza si ésta no presta su acuerdo. Y es que el perdón de Dios es
incondicional, pero nosotros podemos recibirlo sólo si nos abrimos a él. De ahí
la necesidad del arrepentimiento.
La idea del castigo divino por el pecado se parece más a una
proyección nuestra que clama venganza y se cierra a la misericordia. Es
precisamente un género de pecado que no aparecía en el listado anterior, el
pecado del hijo mayor, de los que se pretenden justos y niegan el perdón de los
“perdidos” que vuelven a casa, y exigen para ellos los castigos adecuados. Es
el pecado de los fariseos, para los que Jesús cuenta estas parábolas, con las
que quiere purificar nuestra imagen de Dios, al revelarlo como un Padre lleno
de amor. El fariseo (de entonces y de siempre) mira a Jesús con mirada torva y
bien puede retorcer el argumento, oponiendo ahora que, entonces, ese Dios
bonachón consentiría el mal al no castigarlo. Pero ya hemos dicho que no es
verdad, que lo que Dios ha hecho es lo máximo que se puede hacer: en Cristo ha
tomado sobre sí el pecado del mundo hasta el extremo de la cruz, para convertir
la muerte en vida, el pecado en gracia.
Pero no nos convirtamos nosotros en fariseos de los
fariseos, considerando que son estos últimos los que no tienen remedio. Pablo,
al fin y al cabo, era un fariseo y fue el que descubrió en su propia vida que
lo que no podía la ley, sí lo podía la gracia. Y es que la imagen de Dios que
la Palabra nos trasmite hoy es precisamente la de un Padre que espera
activamente el regreso de sus hijos, y que no desespera de ninguno, ni siquiera
de los buenos
José María Vegas, cmf
(Fuente: ciudadredonda.org)
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