Cuenta la leyenda que la Virgen se apareció en 1208 a Santo
Domingo de Guzmán en una capilla del monasterio de Prouilhe (Francia) con un
rosario en las manos, le enseñó a rezarlo y le dijo que lo predicara entre los
hombres; además, le ofreció diferentes promesas referentes al rosario. El santo
se lo enseñó a los soldados liderados por su amigo Simón IV de Montfort antes
de la Batalla de Muret, cuya victoria se atribuyó a la Virgen. Por ello,
Montfort erigió la primera capilla dedicada a la imagen.
En el siglo XV su devoción había decaído, por lo que
nuevamente la imagen se apareció al beato Alano de la Rupe, le pidió que la
reviviera, que recogiera en un libro todos los milagros llevados a cabo por el
rosario y le recordó las promesas que siglos atrás dio a Santo Domingo.
El rezo del Santo Rosario es una de las devociones más
firmemente arraigada en el pueblo cristiano. Popularizó y extendió esta
devoción el papa san Pío V en el día aniversario de la victoria obtenida por
los cristianos en la batalla de Lepanto (1571), victoria atribuída a la Madre
de Dios, invocada por la oración del Rosario. Más hoy la Iglesia no nos invita
tanto a
rememorar un suceso lejano cuanto a descubrir la importancia de María
dentro del misterio de la salvación y a saludarla como Madre de Dios,
repitiendo sin cesar: Ave María. La celebración de este día es una invitación a
meditar los misterios de Cristo, en compañía de la Virgen María, que estuvo
asociada de un modo especialísimo a la encarnación, la pasión y la gloria de la
resurrección del Hijo de Dios.
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