La última semana de
Adviento pasa de las esperanzas a los
hechos, de las promesas (incluso de las muy inminentes, como las de Juan
Bautista), a los cumplimientos. A pocos días de la gran fiesta el Evangelio nos
avisa: “el nacimiento de Jesucristo fue de esta manera”. Y entran en escena
personajes que ya no anuncian, prometen o preparan, sino que intervienen como
actores principales de ese nacimiento. Ante todo, María, la madre, pero también
José, su esposo, que se encontró con que, antes de vivir juntos, María
“esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”.
La alusión al Espíritu
Santo lo dice todo: Dios se ha hecho presente. No es una presencia
avasalladora, pues se manifiesta en la realidad, tan cotidiana y, al mismo
tiempo, tan extraordinaria de una mujer embarazada, en cuyo seno florece la
vida. A pesar de la cotidianidad y humildad con que se presenta, esta presencia
de Dios en nuestra vida es siempre algo inquietante. Esa inquietud ante lo
inesperado y misterioso y que, además, nos rompe los esquemas, el “temor de
Dios”, puede ser de calidad muy distinta. La Palabra de Dios lo presenta hoy
con claridad, en el extremo contraste que se da entre las actitudes de Acaz, en
el texto profético de Isaías, y de José, en el Evangelio en el que Mateo
presenta el cumplimiento de aquella profecía.
La primera forma de
temor, la representa Acaz, el rey inicuo, y es el miedo. La manifestación de
Dios, incluso en esa forma humilde y extraordinaria pero aparentemente
inofensiva (la virgen encinta que da a
luz un hijo), nos complica la vida, la
sentimos como amenaza, como una invasión indebida de nuestro territorio, y
preferimos que Dios esté lejos, fuera de nuestra vida, que no nos exija
exponernos ante Él, pues puede poner al descubierto nuestros pecados y poner en
cuestión los planes a los que no estamos dispuestos a renunciar. Dios desea
manifestarse, pero nosotros, como Acaz, buscamos y encontramos excusas para
evitarlo, excusas que pueden incluso sonar muy bien, excusas casi piadosas (“no
quiero tentar al Señor”), pero que, en el fondo, esconden el rechazo de la
cercanía de Dios, del Emmanuel, del Dios con nosotros. Rechazo y excusas que no
son más que estrategias que tratan de estorbar e impedir el plan de Dios, que,
pese a todo, va adelante.
Pero no es que vaya
adelante porque Dios se imponga con violencia, sino porque busca y encuentra a
gentes bien dispuestas, que se ponen a disposición de ese plan y cooperan con
él. Es la disposición de María, su “fiat”, como lo relata Lucas. Mateo, por su
parte, fija su atención en José, otro colaborador necesario. En José
encontramos hoy personificada la otra forma de temor de Dios, que no consiste
en el miedo, sino en el respeto. José descubre en el misterioso embarazo de
María el dedo de Dios, y, porque es justo, decide retirarse respetuosamente,
renunciando a sus derechos. Pero Dios no viene a rivalizar con el hombre, sino
a encontrarse con él; Dios no se acerca al hombre destruyendo los vínculos y
las relaciones humanas, aunque a veces, como en el caso de hoy, las transforma
y les da un significado nuevo y más pleno. Por eso, el temor respetuoso de
José, tras ese primer movimiento de retirada, descubre que su desposorio con
María lo vincula con el plan de Dios. Lo descubre en un sueño. No podemos no
recordar a aquel otro José, llamado por sus hermanos “el soñador” (cf. Gn 37,
19). También José recibe luces especiales por medio del sueño. Pero, a
diferencia de los sueños del hijo de Jacob, que lo ponen en una posición de
privilegio y superioridad sobre sus hermanos, en el caso de José (cuyo padre
también se llamaba Jacob: cf. Mt 1, 16), el sueño hace de él un servidor de los
que están en el centro: María y el fruto de su vientre, a los que debe acoger y
proteger. También es un privilegiado, pero es el privilegio del servicio.
Y es que José no es un
soñador; lo que comprende en el sueño le lleva a tomar decisiones difíciles y
arriesgadas: renunciar a sus propios planes, para ponerse al servicio del plan
de Dios. El sueño se convierte en disposición a la cooperación. José, así, se abre
a lo nuevo e inesperado: el “audire” se traduce en un “oboedire”, que no puede
entenderse más que como un acto de libertad. De esta forma se le abren a José
perspectivas nuevas, adquiere una nueva forma de paternidad, no biológica, pero
tampoco, como a veces se dice, meramente legal. José acoge a María, portadora
del signo prodigioso de la presencia de Dios, acoge también al hijo de María y
le da un nombre (que, en efecto, lo constituye en padre legal); pero, al actuar
así, está acogiendo al mismo Dios, haciendo posible la realización de la
promesa davídica y la obra de la salvación. Hay en la actitud cooperante de
José una fecundidad que alcanza a la humanidad entera y que se prolonga en la
misión apostólica de la Iglesia, que sigue anunciando el Evangelio, la Buena
noticia de Jesucristo, “nacido, según la carne, de la estirpe de David” y que
nos alcanza e incluye también a todos nosotros.
Jesús va a nacer. No se
trata sólo del recuerdo de lo que sucedió hace algo más de dos mil años. Jesús
quiere seguir naciendo, haciéndose “Dios con nosotros”, cercano de muchos que
no saben nada de él. Los signos de su presencia son cotidianos y, a la vez,
extraordinarios: la vida que nace, el agua que nos limpia, el pan que
compartimos, la fraternidad en la que nos incluimos los que antes éramos
extraños.
José es para nosotros hoy un maestro de justicia, un modelo de cómo
reaccionar a esa voluntad de Dios de nacer entre nosotros. Ante todo, hemos de
evitar ser como Acaz, que busca excusas y pone obstáculos, no quiere ver los
signos y trata de impedir la presencia. En segundo lugar, ser capaces, como
José, de descubrir la extraordinaria presencia de Dios en lo ordinario y
cotidiano y entender los sueños que nos hablan de confianza, acogida y
aceptación. Esto significa estar abiertos a la escucha y dispuestos a la
obediencia. La acogida de la que hablamos tiene varios frentes. Ante todo, la
acogida de la vida, de tantas formas amenazada, rechazada e impedida en
nuestros días, a veces, como en el caso de Acaz, con palabras que suenan muy
bien (pretendidos “derechos”) pero que esconden el miedo patológico a la
responsabilidad, al riesgo, a la generosidad. También, puesto que se trata del
nacimiento de Cristo, la acogida de la Iglesia, que anuncia el misterio. José,
varón justo, supo percibir la presencia de Dios en el inexplicable embarazo de
su prometida, y acogió a María que para otros estaba bajo sospecha. También hoy
la Iglesia está bajo sospecha. A diferencia de María Inmaculada, la Iglesia
tiene manchas, es cierto, pero no deja de ser la portadora del misterio de
Cristo, la anunciadora de la presencia cercana del Dios con nosotros y la
dispensadora de los múltiples medios de gracia (la Palabra, los sacramentos,
las obras de caridad de millones de sus miembros). Los pecados de algunos,
repetidos y aireados hasta la náusea, no deben cegarnos para la santidad de la
que, pese a todo, también está grávida “por obra del Espíritu Santo”. Acoger a
la Iglesia en fe, como José acogió a María, significa convertirse en
“cooperador necesario” del plan de Dios y
como dice Pablo, aceptar el don y la misión de hacer posible que Jesús
siga naciendo, para que todos los gentiles, todos los seres humanos, respondan
a la fe, para gloria de su nombre.
(José
María Vegas, cmf)
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