Primeramente
se le anuncia que será Madre del Mesías. Ese había sido el sueño dorado de toda
mujer en Israel, particularmente desde los días de Samuel. Entre los saludos
del ángel y esta fantástica proposición, la joven quedó «turbada», es decir,
confusa, como la persona que no se siente digna de todo eso; en una palabra, quedó
dominada por una sensación entre emocionada y extrañada.
Pero la
extrañeza de María debió ser mucho mayor todavía con la segunda notificación:
que dicha maternidad mesiánica se consumaría sin participación humana, de una
manera prodigiosa. Se trascendería todo el proceso biológico y brotaría una
creación original y directa de las manos del Omnipotente, para quien todo es
posible (Le 1,37).
Frente a la
aparición y a estas inauditas proposiciones uno queda pensando cómo esta
jovencita no
quedó trastornada, cómo no fue asaltada por el espanto y no salió
corriendo.
La joven
quedó en silencio, pensando. Hizo una pregunta. Recibió la respuesta. Siguió
llena de dulzura y serenidad.
Ahora bien,
si una joven envuelta en tales circunstancias sensacionales es capaz de
mantenerse emocionalmente íntegra, significa que estamos ante una criatura de
equilibrio excepcional dentro de un normal parámetro psicológico. ¿De dónde le
vino tanta estabilidad?
El hecho de
ser Inmaculada debió influir decisivamente, porque los desequilibrios son
generalmente resultado perturbador del pecado, es decir, del egoísmo. Y, sobre
todo, se debe a la profunda inmersión de María en el misterio de Dios, como
veremos en otro momento.
A mí me
parece que nunca nadie experimentó, como María en este momento, la sensación de
soledad bajo el enorme peso de la carga impuesta por Dios sobre ella y ante su
responsabilidad histórica. Para saber exactamente qué experimentó la Señora en
ese momento, vamos a explicar en qué consiste la sensación de soledad.
Sentirse solo
Todos
nosotros llevamos en nuestra constitución personal una franja de soledad en la
que y por la que unos somos diferentes de los otros. Hasta esa soledad no llega
ni puede llegar nadie.
En los
momentos decisivos estamos solos.
Solamente
Dios puede descender hasta esas profundidades, las más remotas y lejanas de
nosotros mismos.
La
individualización o tener conciencia de nuestra identidad personal, consiste en
ser y sentirnos diferentes los unos a los otros. Es la experiencia y la
sensación de «estar ahí» como conciencia consciente y autónoma.
Vamos a
imaginarnos una escena: Yo estoy agonizando en el lecho de muerte. Vamos a suponer
que, en este momento de agonía, me rodean las personas que más me quieren en
este mundo, que con su presencia, palabras y cariño tratan de acompañarme a la
hora de hacer la travesía de la vida a la muerte. Tratan de «estar conmigo» en
este momento.
Pues bien,
por muchas palabras, consuelos y cariño que me prodiguen esos seres queridos,
en ese momento yo «me siento» solo, solo. En esa agonía nadie está conmigo ni
puede estar. Las palabras de los familiares llegarán hasta el tímpano, pero
allá donde yo soy diferente a todos, allá lejos, yo estoy completamente
solitario, nadie está «conmigo». El cariño llegará hasta la piel, pero en las
regiones más remotas y definitivas de mí mismo nadie está conmigo. Nadie puede
acompañarme a morir, es una experiencia insustituiblemente personal y solitaria.
Esa soledad
existencial que se trasluce claramente en el ejemplo de la agonía, aparece
también con la mis ma claridad a lo largo de la vida. Si sufres un enorme disgusto
o fracaso, vendrán seguramente tus amigos y hermanos, te confortarán y te
estimularán. Cuando se ausenten esos amigos, te quedarás cargando, solo y
completamente, el peso de tu propio disgusto. Nadie —excepto Dios— puede
compartir ese peso. Los seres humanos pueden «estar con nosotros» hasta un
cierto nivel de profundidad. Pero, en las profundidades más definitivas, estamos
absolutamente solos.
Repito: en
los momentos decisivos, estamos solos.
Esa misma
soledad existencial la experimentamos vivamente a la hora de tomar decisiones,
a la hora de asumir una alta responsabilidad, en un momento importante de la
vida. Sentir que se está solo, aunque se tenga un montón de asesores al lado,
lo experimentan un padre de familia, un obispo, un médico, un superior
provincial, un presidente de república...
Me parece
que la persona más solitaria del mundo es el Santo Padre. El podrá pedir
asesoramiento, convocar reuniones, consultar a peritos..., mas a la hora de tomar
una decisión importante, ante Dios y la historia, está solo. Un matrimonio, a
la hora de asumir la responsabilidad de traer una persona a este mundo, está
solo.
Cualquiera
de nosotros, que tiene diferentes grados de obligatoriedad ante grupos de personas
encomendadas a nuestra conducción, experimenta vivamente que el peso de la
responsabilidad es siempre el peso de la soledad: en una parroquia, en la
gerencia de una fábrica, al frente de un movimiento sindical...
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