Aquí, lo
difícil y lo necesario, tanto para el que escribe como para el que lee, es
colocarse en estado contemplativo: es preciso detener el aliento, producir un
suspenso interior y asomarse, con infinita reverencia, al interior de María.
La escena de
la anunciación está palpitando de una concentrada intimidad. Para saber cómo
fue aquello y qué aconteció allí, es necesario sumergirse en esa atmósfera interior,
captar, más por intuición contemplativa que por intelección, el contexto vital
y la palpitación invisible y secreta de María. ¿Qué sentía? ¿Cómo se sentía, en
ese momento, la Señora? ¿Cómo fue aquello? ¿Sucedió en su casa? ¿Quizá en el
campo? ¿En el cerro? ¿En la fuente? ¿Estaba sola María? ¿Fue en forma de
visión? ¿El ángel estaba en forma humana? ¿Fue una alocución interior,
inequívoca? El evangelista dice: «Entrando el ángel donde estaba ella» (Le 1,28).
Ese «entrando», ¿se ha de entender en su sentido literal y espacial? Por
ejemplo, ¿como el caso de alguien que llama a la puerta, con unos golpes, y
entra después en la habitación? ¿Se podría entender en un sentido menos literal
y más
espiritual? Por ejemplo, vamos a suponer: María estaba en alta intimidad,
abismada en la presencia envolvente del Padre, habían desaparecido las
palabras, y la comunicación entre la Sierva y el Señor se efectuaba en un
profundo silencio. De repente, este silencio fue interrumpido. Y, en esa
intimidad a dos —intimidad que humanamente es siempre un recinto cerrado— «entró»
alguien. ¿Se podría explicar así? Lo que sabemos, con absoluta certeza, es que
la vida normal de esta muchacha de campo fue interrumpida, de forma
sorprendente, por una visitación extraordinaria de su Señor Dios.
La
interpretación que hizo María de aquel doble prodigio que se le anunciaba,
según el desahogo que ella tuvo con Isabel, fue la siguiente: ella, María, se
consideraba como la más «poca cosa» entre las mujeres de la tierra (Le 1,48).
Si algo grande tenía ella no era mérito suyo, sino gratuidad y predilección de
parte del Señor.
Ahora bien,
la sabiduría de Dios escogió precisamente, entre las mujeres de la tierra, la
criatura más insignificante, para evidenciar y patentizar que sólo Dios es el Magnífico.
La escogió a ella, carente de dones personales y carismas, para que quedase
evidente a los ojos de todo el mundo que las «maravillas» (Le 49) de salvación
no son resultado de cualidades personales sino gracia de Dios.
Esa fue su
interpretación. Estamos, pues, ante una joven inteligente y humilde, inspirada
por el espíritu de Sabiduría.
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