Como todos los días, Matías estaba allí; arrodillado, su
cabeza inclinada, sus manos casi juntas, sus ojos entrecerrados debido al
resplandor del sol; y como todos los días surgió en mí la misma pregunta: ¿Por
qué será que para sembrar una semilla y ayudar a una planta a crecer se debe
adoptar la misma posición que para orar?
Matías era muy especial; además de jardinero era maestro
de las cosas simples. Siendo asiduo lector de la Biblia, encontraba en la
naturaleza el sencillo y claro mensaje de Dios, lo cual transformaba su ruda
apariencia en la de un docto pedagogo de la vida.
Yo gozaba de las conversaciones que sostenía con él; me
sentía un poco su discípulo. Ansiaba poder tener su paciencia para escuchar la
voz de Dios en lo natural. Nuestros diálogos eran directos y sin
insubstanciales pérdidas de tiempo. “El tiempo es el contenido de la vida;
perder el tiempo es perder la vida”, solía decirme.
Ese día tenía una necesidad especial. Me acerqué por
detrás, y previo a todo saludo, le demandé en forma
exigente, como lo hace todo
ingenuo principiante, que me enseñara a escuchar la voz de Dios en la
naturaleza tal como él lo hacía. Después de haber emitido mi pretenciosa
petición quedé esperando una rápida y concreta respuesta.
Como todo sabio, acostumbrado a codearse con el mismo
principio de la vida, tomó su tiempo, cubrió prolijamente los bordes de la
planta recién plantada, giró su cabeza, alzó su mano derecha para detener los
rayos del sol que daban contra su rostro, me miró a los ojos como insinuando un
“tú lo pediste”, y me dijo:
- Mira aquella águila… ¿Qué ves?
- Veo que se ha detenido para capturar su presa -contesté
seguro de mí.
- ¿Qué aprendes? -preguntó, inquiriéndome en forma
sosegada.
Dudé un instante y dije por decir:
- Que es necesario alimentarse.
- Es cierto, pero fíjate bien. Del águila podemos
aprender que para ver bien es necesario detenerse y analizar detenidamente la
propia vida.
Al concluir su enseñanza se levantó, sacudió de sus
rodillas los restos de la granuloso tierra, levantó su sombrero de paja, pasó
su mano por la frente, secó la transpiración en su pantalón y me dijo:
- Ven, vamos al arroyo.
Nos dirigimos al arroyo que quedaba detrás de casa, y sin
dar lugar a respiro, me preguntó:
- ¿Qué oyes?
- El canto de las aves, el zumbido de las abejas, el
ruido de lejanos motores, el silbido del viento en la copa de los árboles…
- Sí, pero… ¿¡qué más!?
- Creo que nada más… ¡Ah!, el murmullo del arroyo.
- ¡Muy bien! -exclamó alegre por mi certero descubrimiento-,
¿qué aprendes? -replicó, manteniendo su alegría.
Pensé, pero no se me ocurrió nada; y esta vez no quise
hablar por hablar, así que contesté:
- No sé.
-Escucha -me indicó cerrando sus ojos.
Parecía que todo se había detenido, el silencio se tornó
denso, comprimido, haciendo en su profundidad resaltar aún más el sonido vivo
del arroyo. Luego del tenso silencio adornado por el vibrar del libre líquido,
prosiguió diciendo:
-Del murmullo del arroyo aprendemos que a pesar de las
piedras que a lo largo de la vida aparecen en el cauce de nuestra existencia,
aún podemos cantar. Así, la dificultad, no es más que la posibilidad de un
canto; canto que se toma en vida que fluye hacia el océano, hacia algo más
vasto, hacia la victoria.
- Tómala -me dijo, señalando hacia el arroyo. Seguí
imaginariamente la dirección indicada por su dedo índice, hasta que mi vista
chocó con una piedra de mediano tamaño. Después que la tomé me preguntó:
- ¿Qué palpas?
Mi mano se había mojado al apoyar la roca humedecida sobre
ella. La parte inferior, que diariamente era pulida por la paciente y constante
corriente de agua, reposaba sobre mi mano
izquierda, mientras que la parte superior, áspera y seca, era cubierta
por mi mano derecha.
- Lo pulido y lo áspero -contesté.
- Correcto -replicó, y sin dar tiempo para que cupiera el
ingenuo orgullo de haber respondido correctamente, insertó de nuevo en el
diálogo la pregunta clave:
- ¿Qué aprendes?
Esta vez su pregunta hizo impacto en mí; me sentí
impotente y hasta inútil, sabia que él no buscaba una respuesta fácil; él no
quería que le dijeran lo que todos saben; pretendía que expresara en palabras
lo que mis manos habían aprendido de un pedazo de naturaleza que, aunque
muerta, tenía enseñanzas para la vida.
Agaché mi cabeza e incómodo permanecí en silencio.
Me miró. Sabía lo que sentía. Sabía de la ansiedad que
produce la ignorancia. Porque conocía al hombre, a ese hombre que ha dejado de
ver en la naturaleza lo verdadero, lo esencial, lo que sólo se obtiene por la
contemplación.
Se acordó de mí, para que no sintiera la distancia que
separa a la sabiduría de la ignorancia. Su presencia inspiraba confianza; su
mirada, comprensión; su rostro, paz. Tomó la piedra y me dijo:
- De la piedra aprendemos que sólo la parte que está bajo
la influencia del artesano líquido puede ser pulida, mientras que la parte que
se niega a ello permanece seca y áspera. El Espíritu de Dios es el agua; la
piedra, el hombre. Unos permiten que se los pula y otros permanecen en su
aspereza.
Quitó la vista de la piedra y posó su mirada sobre mí,
que aún permanecía doblado por mi vergüenza.
- No te preocupes -me dijo.
Acabas de dar el primer paso hacia la sabiduría que se
obtiene contemplando la naturaleza: reconocer tu propia ignorancia. Pero no
puedes quedarte allí. Es necesario que ejercites el hábito de detenerte para
ver, a pesar de toda dificultad, y permitir que el Espíritu de Dios pula tu
espíritu y tu entendimiento. Debes esperar el mensaje, debes esperar en
silencio.
- El propósito de la naturaleza -continuó diciendo- es
enseñar. La Biblia dice: “Habla a la tierra, y ella te enseñará”. Pero el
hombre ha olvidado esto. “No tengo tiempo”, dice, y no se da cuenta de que el
tiempo es vida, vida que debe ser empleada para descubrir la vida. Ironía del
hombre que destruye la vida con la vida. Buscando la verdad, la destruye.
Buscando la vida, muere. Buscando…
Su voz se diluyó en un callado silencio, giró su cabeza
hacia la izquierda y posó su vista sobre el horizonte, buscando encontrar un
punto en el infinito. Era como si quisiera ver más allá del horizonte, del
hombre, del dolor de ser parte de una especie separada de Dios y de la vida. Yo
esperaba impaciente. El silencio se había tornado tan denso que parecía oprimir
mi cuerpo casi hasta asfixiarme.
Matías esbozó una pequeña sonrisa. Sus ojos brillaban, su
cuerpo se distensionó, su mirada seguía fija en el horizonte. Entonces me di
cuenta de que Matías ya no estaba conmigo, él vagaba en los sueños de la
imaginación, en las imágenes que tocan el pináculo de la felicidad. Su mente
descansaba de la realidad. Había emprendido la fuga de todo el que ha aprendido
a estar en comunión con Dios. Parecía estar en un diálogo sin palabras con la
Deidad misma.
En su estado de paz comenzó a hablar consigo mismo:
- En la naturaleza Dios se acerca a nosotros. En la
oración nosotros nos acercamos a Dios. Sólo el espíritu que está en contacto
con la Vida por medio de la oración, puede descubrir la voz de Dios que se
esconde detrás de la naturaleza.
Y continuó:
- Sembrar es querer dar vida a una planta, para que
llegue a florecer y sus flores exhalen la fragancia del perfume natural. Orar
es dar vida al espíritu, para que florezca y exhale la dulce fragancia del
Espíritu de Dios. Esa es la razón por la que existe tanta similitud entre la
posición que se adquiere para dar vida a una planta y la que se adopta para dar
vida al espíritu.
Su voz volvió a apagarse; me sentí incómodo; no sabía si
hablar o callar. Temí respirar; contuve el aliento mientras esperaba que
continuara. De pronto, Matías agitó su cabeza como despertando de un sueño y
tosió afectadamente. Temió que lo creyera loco. Había expresado su secreto más
íntimo, su reflexión más profunda, había dado a conocer su gema preciosa y tuvo
temor de no ser comprendido. Para esquivar la incómoda situación dijo:
- Bueno… creo que esto te puede parecer ridículo… y tal
vez ni siquiera habrá pasado por tu mente… pero algún día comprenderás -replicó
con acento entrecortado y nervioso.
Yo sabía que ya no volvería a ser como todos los días.
Una pregunta había hallado su respuesta. Pero no quise robar esa gema de su
pensamiento, su reflexión de jornadas enteras, no quise contarle que varias
veces me había propuesto a mí mismo dilucidar la cuestión, sin hallar
respuesta.
Incliné mi cabeza hacia la izquierda, elevé mis hombros,
sonreí levemente y sólo atiné a decir:
- Puede ser… quizás usted tenga razón.
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