La solemnidad de la Presentación del Señor en el Templo (y
la Purificación de María) completa y cierra el ciclo de la Navidad. Aunque ya
estamos en pleno tiempo ordinario, esta fiesta es como un eco de las fiestas
navideñas, una breve mirada atrás, que echa una última mirada a Jesús niño,
pero ilumina también, y mucho, el sentido de lo que ya está haciendo y diciendo
el maestro de Nazaret.
Las lecturas de hoy están dotadas de una peculiar dinámica
progresiva. La profecía de Malaquías anuncia la entrada en el templo de un
Mesías que infunde temor, que limpia y purifica, como lo hacen el fuego y la
lejía. Ante una presencia así, ¿quién puede resistir o permanecer en pie? La
carta a los Hebreos y el Evangelio de Lucas dan fe del cumplimiento de las
antiguas promesas, pero Dios, que no se deja atrapar por nuestros esquemas,
cumple sus promesas sorprendiéndonos. La entrada en el templo del Mesías
prometido no se hace con un séquito de poder que infunden temor, sino en la
pequeñez de nuestra carne y sangre, y en actitud compasiva, que llama a la
confianza. Es decir, esta fiesta nos ayuda a profundizar en el sentido de la
venida del Verbo de Dios.
El nacimiento de Jesús, su hacerse carne, su encarnación,
implica adoptar toda la concreción de una época, una cultura, una religión.
María y José introducen a Jesús en su mundo cultural sometiéndose a los
dictados de la ley de Moisés. Esta mandaba consagrar a los primogénitos varones
a Dios; literalmente, esto significaba en el mundo antiguo, sacrificarlos; pero
Israel se opuso siempre a esas prácticas antiguas y mandaba rescatar siempre a
los primogénitos de hombre por medio del sacrificio de un animal (cf. Ex 13,
13). Esto, que ya queda patente en el sacrificio de Isaac por Abraham, adquiere
un significado nuevo tras la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto,
cuando Dios salvó a todos los primogénitos de Israel de la muerte que sufrieron
todos los primogénitos de los egipcios. Pero este trasfondo religioso y
cultural adquiere ahora un nuevo sentido, exclusivo de Cristo, pues Jesús no es
sólo el primogénito de María y de José, sino el Hijo Unigénito del eterno
Padre. Por ello, María y José, que así veían al niño, se lo devuelven a Dios en
esta consagración, reconociendo y confesando de este modo quién es realmente Jesús.
La ley mandaba también que las mujeres que habían dado a luz
se sometieran a un rito de purificación (como si hubieran quedado impuras por
el parto). En el caso de María, más que de una purificación se trata también
una consagración, una confirmación de su total entrega a la voluntad del Padre,
unida a la consagración de Jesús.
Los testigos de este acontecimiento, Simeón y Ana, iluminan
el sentido del mismo.
Simeón es una imagen perfecta del Antiguo Testamento, que
viene a rematar ese último aliento suyo que Lucas ha presentado ya en Zacarías.
Es un justo, y su justicia consiste ante todo en su actitud abierta, en su
capacidad de acogida, en su esperanza. Se trata de una esperanza viva, no de
una inercia, de un horizonte cultural o de una cosmovisión. Simeón creía que
Dios iba a cumplir sus promesas y, lo que es más importante, no condicionaba
ese cumplimiento a sus esquemas preconcebidos, sino que estaba abierto a las
sorpresas de Dios. Eso es lo que significa que el Espíritu Santo moraba en él:
así como era capaz de escuchar los oráculos del Espíritu, tenía ojos para ver
cumplidas las grandes promesas de los profetas en el recién nacido que María y
José presentan en el templo. Al verlas realizadas, cede ante los nuevos
tiempos: “puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
Simeón bendice a Dios, y también al niño y a sus padres,
pero profetiza su difícil futuro. Jesús es una bendición para su pueblo, pero
por ser el cumplimiento de las antiguas promesas, el pueblo deberá tomar ante
él una decisión, que no será una decisión fácil, pues no todos van a estar
dispuestos, como él, a “marchar en paz”, a abrirse a los nuevos tiempos, a
acoger el sorprendente mesianismo de Jesús. La vida, que es una bendición,
también está hecha de decisiones difíciles, de conflictos y de riesgos. Simeón
profetiza el futuro difícil de Jesús, su futura pasión, y la participación de
María en ese destino dramático. Anticipa así que María no es sólo madre, sino
también discípula de este niño enviado por Dios.
En cuanto a Ana, es también expresión de lo mejor del AT:
una persona que habiendo padecido la desgracia de la viudez en su juventud, no
ha hecho de su pena una ocasión de quejas amargas, sino de servicio al Señor.
En verdad, la esperanza y el servicio son las actitudes necesarias para poder
acoger al Dios que viene en una apariencia tan humilde, tan poco visible.
En realidad, según la misma profecía de Simeón, su presencia
se hará bien visible, y se cumplirá también la profecía de la lejía de
lavandero que inspira temor, pero no porque Jesús ejerza un mesianismo de
fuerza y destrucción, sino porque asume sobre sí las consecuencias del pecado.
En la cruz de Cristo, que se preanuncia hoy, y en la que Jesús se entrega y
consagra por completo al Padre y entra en el verdadero Templo de Dios, se hacen
aúnan el fuego purificador y la compasión que Dios derrama sobre la humanidad.
La sabiduría que nos da ojos, como a Simeón, para descubrir
en el niño, hijo de María, al Mesías prometido, debe darnos también los ojos de
fe para descubrir en el Crucificado al Hijo de Dios, y el coraje para
confesarlo, como Ana, con palabras, hablando a todos, y con obras, en la
actitud de servicio.
(José María Vegas, cmf)
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