La imagen de la
luz vuelve a centrar nuestra atención en la meditación de la Palabra de Dios.
La luz, que hemos contemplado en Navidad (cf. Is 9,2; Jn 1, 4.9) y que ha
empezado a iluminarnos por medio de la Palabra y su acción benéfica y curativa
(cf. Mt 4, 16), se nos transmite también a nosotros, los creyentes. Esa luz nos
ha iluminado para ver un mundo nuevo, que Jesús proclama por medio de las
Bienaventuranzas. Participar de la bienaventuranza del Reino de Dios, significa
también contagiarse de la luz: si en Jesús, hijo de Dios, nos convertimos en
hijos adoptivos, y si en el bienaventurado, por ser hijo, también nosotros lo
somos, y hemos de actuar en consecuencia; del mismo modo, por ser Jesús la luz
del mundo (cf. Jn 8, 12), nos convertimos en luz. Pero ¿qué significa
exactamente esto? ¿Acaso que los cristianos somos unos “iluminados”?
La palabra
“iluminado” está gravada de una cierta ambigüedad. En su acepción más común
habla de la persona poseída por una idea (religiosa, moral, política…) que lo
envuelve como una luz, pero de modo que, en cierto sentido, lo aísla del resto
del mundo. La “iluminación” tiene fuertes resonancias gnósticas: el iluminado
es el que ha llegado a un nivel superior de conciencia, que lo sitúa por encima
de los simples mortales. La iluminación indica también que se ha alcanzado un
contacto directo con la divinidad, que desvincula al que la adquiere de las
mediaciones que necesitan los demás (como iglesias, mandamientos, exigencias
morales y litúrgicas, etc.) Los iluminados son elegidos y segregados. También
existe otra
acepción, no sólo carente de referentes religiosos, sino incluso
opuesto a ellos: la época de la Ilustración (el siglo de las luces) consideraba
que el hombre alcanzaba la luz gracias al uso autónomo de la razón, al progreso
de las ciencias, que permitía al hombre prescindir de toda revelación
religiosa.
Lo común de todas
estas acepciones es el establecer una segregación entre los iluminados, en un
sentido u otro, y los que viven en la oscuridad; y, en el caso de la
Ilustración, entre el hombre racional y el Dios de la fe (como si el progreso
de las ciencias gracias al uso de la razón que Dios nos ha dado fuera
incompatible con la fe, es decir, con la comunicación confiada con el Autor del
orden racional del mundo). También es común a las dos formas de iluminación la
fuerte autoafirmación del yo (frente a los otros, ignorantes, y frente al mismo
Dios).
La luz que, según
dice Jesús hoy, somos por ser discípulos suyos, tiene poco que ver con esas
formas de iluminación. Por eso, podemos decir que somos y tenemos que ser luz,
pero no unos “iluminados”.
Que en relación
con la fe cristiana no se trata de esas formas de iluminación nos lo deja claro
hoy el Apóstol Pablo. Su predicación no consiste en una perfecta argumentación
racional, ni es la introducción en ciertos saberes arcanos, que nos segregan y
nos convierten en miembros de una cierta secta de elegidos. Al contrario, la
predicación de Pablo tiene como referente el testimonio de alguien que está a
la vista de todos, pues está elevado y crucificado. Ahí se manifiesta una
sabiduría nueva, cierto, pero abierta a todos, como los brazos de Jesús en la
cruz. La luz de la cruz de Jesucristo no nos separa, sino que, al contrario,
nos ilumina abriéndonos los ojos para las necesidades y los sufrimientos de los
demás; tampoco nos pone por encima de los otros, sino que nos lleva a
inclinarnos hacia ellos hasta convertirnos en sus servidores.
Unidos a Cristo,
luz del mundo, no nos convertimos en miembros de una secta de iluminados, que
se separan y miran con desprecio a los demás, sino en hermanos de todos,
hermanos de nuestros hermanos, que se ponen a su servicio. Jesús habla, en
efecto, de iluminar con “las buenas obras”, sin más especificaciones, tal vez
no muy necesarias, si tenemos en cuenta que estas palabras suceden
inmediatamente a las bienaventuranzas. Pero pueden servirnos de complemento las
palabras de Isaías en la primera lectura: partir el pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo, vestir al desnudo, no cerrarse a la propia
carne. Resuenan en estas palabras las que Jesús pronuncia respecto del juicio
final: son las obras por las que seremos juzgados, por las que ya nos estamos
juzgando a nosotros mismos. Y si tenemos en cuenta que Jesús ha asumido nuestra
carne, comprendemos que no cerrarse a la “propia” carne significa estar abierto
no sólo a los de la propia familia, nación o partido, sino a todo hombre sin
excepción, pues todos somos de la misma carne, que se ha convertido en carne de
Cristo, que padece hambre, frío, abandono en cada hombre sufriente.
Son estas buenas
obras las que constituyen la luz de la que Jesucristo nos hace partícipes, y no
la de un saber arcano reservado a unos pocos iluminados. Por eso, junto a la
imagen de la luz es tan necesaria de la sal. La sal es (y era especialmente en
la antigüedad, y hasta no hace tanto tiempo) una sustancia vital para conservar
los alimentos, para preservar la vida y evitar la podredumbre. Son las buenas
obras las que van en la dirección de la vida, de su preservación e incremento.
Mientras que la opresión, la amenaza, la violencia y el egoísmo la destruyen,
la corroen por dentro. La sal además da sabor a los alimentos insípidos.
Podemos entender esta imagen de la sal como una llamada a vivir nuestra fe con
buen gusto, de modo atractivo, con alegría.
Hay un último
detalle que nos recuerda una diferencia capital entre los iluminados y la luz
que somos unidos a Cristo. El iluminado considera que ha llegado a una meta,
que ha alcanzado con su esfuerzo un nivel superior, normalmente por la vía del
conocimiento. En las palabras de Jesús percibimos, por el contrario, una
llamada a nuestra libertad, a nuestra responsabilidad. Somos luz y sal por
gracia de Dios, por nuestra relación con Cristo. Pero, porque somos libres,
podemos no ser fieles a esta gracia, ocultando la luz y dejando que la sal
pierda su sabor. La luz que se oculta es una fe que se guarda en el fuero de la
conciencia, que no se testimonia ni se anuncia, sobre todo, con las buenas
obras; una sal que se hace sosa es como ser depositario del mandamiento del
amor y no amar, portador de la esperanza y no comunicarla, ser creyente en una
buena noticia, y vivirla de modo sombrío y pesimista. Si no nos esforzamos en
ser luz y sal con nuestras buenas obras, que hablan de nuestro Padre, nos
convertimos en cristianos de boquilla, opacos, oscuros, sosos, inútiles. Y es
que, como se decía en los años 70, una iglesia (y un cristiano) que no sirve,
no sirve para nada, sólo para tirarla fuera y que la pise la gente. Que no sea
así, que alumbre nuestra luz, la luz de Cristo en nosotros, para que vean
nuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre del cielo. (José María Vegas, cmf)
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