Texto completo
del Mensaje del Santo Padre para la XXIX Jornada Mundial de la Juventud,
Cracovia 2016
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)
Queridos jóvenes:
Tengo grabado en
mi memoria el extraordinario encuentro que vivimos en Río de Janeiro, en la
XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. ¡Fue una gran fiesta de la fe y de la
fraternidad! La buena gente brasileña nos acogió con los brazos abiertos, como
la imagen de Cristo Redentor que desde lo alto del Corcovado domina el
magnífico panorama de la playa de Copacabana. A orillas del mar, Jesús renovó
su llamada a cada uno de nosotros para que nos convirtamos en sus discípulos
misioneros, lo descubramos como el tesoro más precioso de nuestra vida y
compartamos esta riqueza con los demás, los que están cerca y los que están
lejos, hasta las extremas periferias geográficas y existenciales de nuestro
tiempo.
La próxima etapa de la
peregrinación intercontinental de los jóvenes será Cracovia, en 2016. Para
marcar nuestro camino, quisiera reflexionar con ustedes en los próximos tres
años sobre las Bienaventuranzas que leemos en el Evangelio de San Mateo
(5,1-12). Este año comenzaremos meditando la primera de ellas: «Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3); el
año 2015: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mt 5,8); y por último, en el año 2016 el tema será: «Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. La fuerza
revolucionaria de las Bienaventuranzas. Siempre
nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las proclamó en su
primera gran predicación, a orillas del lago de Galilea. Había un
gentío tan
grande, que subió a un monte para enseñar a sus discípulos; por eso, esa
predicación se llama el “sermón de la montaña”. En la Biblia, el monte es el
lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta
como maestro divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el
camino de la vida, el camino que Él mismo recorre, es más, que Él mismo es, y
lo propone como camino para la verdadera felicidad. En toda su vida, desde el
nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la cruz y la resurrección,
Jesús encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han
cumplido en Él.
Al proclamar las
Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a recorrer con Él el camino del
amor, el único que lleva a la vida eterna. No es un camino fácil, pero el Señor
nos asegura su gracia y nunca nos deja solos. Pobreza, aflicciones,
humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la conversión cotidiana,
dificultades para vivir la llamada a la santidad, persecuciones y otros muchos
desafíos están presentes en nuestra vida. Pero, si abrimos la puerta a Jesús,
si dejamos que Él esté en nuestra vida, si compartimos con Él las alegrías y
los sufrimientos, experimentaremos una paz y una alegría que sólo Dios, amor
infinito, puede dar. Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una
novedad revolucionaria, de un modelo de felicidad opuesto al que habitualmente
nos comunican los medios de comunicación, la opinión dominante. Para la
mentalidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de
nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que
Jesús proclama bienaventurados son considerados “perdedores”, débiles. En
cambio, son exaltados el éxito a toda costa, el bienestar, la arrogancia del
poder, la afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.
Queridos jóvenes,
Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál es el
camino que queremos recorrer para llegar a la verdadera alegría. Se trata de un
gran desafío para la fe. Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si
querían seguirle de verdad o si preferían irse por otros caminos (cf. Jn 6,67).
Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos a
ir? Vos tenés palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Si saben decir “sí” a Jesús,
entonces su vida joven se llenará de significado y será fecunda.2. El valor de
ser felices
Pero, ¿qué
significa “bienaventurados” (en griego makarioi)? Bienaventurados quiere decir
felices. Díganme: ¿Buscan de verdad la felicidad? En una época en que tantas
apariencias de felicidad nos atraen, corremos el riesgo de contentarnos con
poco, de tener una idea de la vida “en pequeño”. ¡Aspiren, en cambio, a cosas
grandes! ¡Ensanchen sus corazones! Como decía el beato Piergiorgio Frassati:
«Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha
continua, la verdad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás debemos ir tirando,
sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de febrero de 1925). En el día de la
beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo II lo
llamó «hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía en la S. Misa: AAS 82 [1990],
1518).
Si de verdad dejan
emerger las aspiraciones más profundas de su corazón, se darán cuenta de que en
ustedes hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto les permitirá
desenmascarar y rechazar tantas ofertas “a bajo precio” que encontrarán a su
alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer, el poseer en modo egoísta y los
convertimos en ídolos, podemos experimentar también momentos de embriaguez, un
falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca
estamos satisfechos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más. Es muy
triste ver a una juventud “harta”, pero débil.
San Juan, al escribir
a los jóvenes, decía: «Son fuertes y la palabra de Dios permanece en ustedes, y
han vencido al Maligno» (1 Jn 2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son
fuertes, se alimentan de su Palabra y no se “atiborran” de otras cosas.
Atrévanse a ir contracorriente. Sean capaces de buscar la verdadera felicidad.
Digan no a la cultura de lo provisional, de la superficialidad y del usar y
tirar, que no los considera capaces de asumir responsabilidades y de afrontar
los grandes desafíos de la vida.3. Bienaventurados los pobres de espíritu…
La primera
Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara
felices a los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el Reino de los
cielos. En un tiempo en el que tantas personas sufren a causa de la crisis
económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer algo fuera de
lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como una bendición?
En primer lugar, intentemos
comprender lo que significa «pobres de espíritu». Cuando el Hijo de Dios se
hizo hombre, eligió un camino de pobreza, de humillación. Como dice San Pablo
en la Carta a los Filipenses: «Tengan entre ustedes los sentimientos propios de
Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de
esclavo, hecho semejante a los hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja
de su gloria. Aquí vemos la elección de la pobreza por parte de Dios: siendo
rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el
misterio que contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un pesebre, y
después en una cruz, donde la humillación llega hasta el final.
El adjetivo
griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado material, sino que quiere
decir “mendigo”. Está ligado al concepto judío de anawim, los “pobres de
Yahvé”, que evoca humildad, conciencia de los propios límites, de la propia
condición existencial de pobreza. Los anawim se fían del Señor, saben que
dependen de Él. Jesús, como entendió
perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se presenta como
un mendigo, un necesitado en busca de amor. El Catecismo de la Iglesia Católica
habla del hombre como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice que la oración
es el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed (n.º 2560).
San Francisco de
Asís comprendió muy bien el secreto de la Bienaventuranza de los pobres de
espíritu. De hecho, cuando Jesús le habló en la persona del leproso y en el
Crucifijo, reconoció la grandeza de Dios y su propia condición de humildad. En
la oración, el Poverello pasaba horas preguntando al Señor: «¿Quién sos vos?
¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida acomodada y despreocupada para
desposarse con la “Señora Pobreza”, para imitar a Jesús y seguir el Evangelio
al pie de la letra. Francisco vivió inseparablemente la imitación de Cristo
pobre y el amor a los pobres, como las dos caras de una misma moneda. Ustedes me podrían preguntar: ¿Cómo podemos
hacer que esta pobreza de espíritu se transforme en un estilo de vida, que se
refleje concretamente en nuestra existencia? Les contesto con tres puntos.
Ante todo, intenten
ser libres en relación con las cosas. El Señor nos llama a un estilo de vida
evangélico de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo. Se
trata de buscar lo esencial, de aprender a despojarse de tantas cosas
superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia del tener, del dinero
idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede
liberar de las idolatrías que nos convierten en esclavos. ¡Fíense de Dios,
queridos jóvenes! Él nos conoce, nos ama y jamás se olvida de nosotros. Así
como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no permitirá que nos falte
nada. También para superar la crisis económica hay que estar dispuestos a
cambiar de estilo de vida, a evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor
para ser felices, también es necesario el valor para ser sobrios.
En segundo lugar, para vivir esta
Bienaventuranza necesitamos la conversión en relación a los pobres. Tenemos que
preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales.
A ustedes, jóvenes, les encomiendo en modo particular la tarea de volver a
poner en el centro de la cultura humana la solidaridad. Ante las viejas y
nuevas formas de pobreza –el desempleo, la emigración, los diversos tipos de
dependencias–, tenemos el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la
tentación de la indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten amados,
que no tienen esperanza en el futuro, que renuncian a comprometerse en la vida
porque están desanimados, desilusionados, acobardados. Tenemos que aprender a
estar con los pobres. No nos llenemos la boca con hermosas palabras sobre los
pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres
son para nosotros una ocasión concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar
su carne que sufre.
Pero los pobres
–y este es el tercer punto– no sólo son personas a las que les podemos dar
algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto
que aprender de la sabiduría de los pobres! Un santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de
Roma y vivía de las limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiritual
de muchas personas, entre las que figuraban nobles y prelados. En cierto
sentido, los pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que una persona
no es valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un
pobre, una persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su
dignidad. Los pobres pueden enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la
confianza en Dios. En la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14),
Jesús presenta a este último como modelo porque es humilde y se considera
pecador. También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo
es un ejemplo de la generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo
(cf. Lc 21,1-4).4. … porque de ellos es el Reino de los cielos
El tema central
en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es el Reino de Dios en
persona, es el Enmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón del hombre donde
el Reino, el señorío de Dios, se establece y crece. El Reino es al mismo tiempo
don y promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún debe cumplirse en plenitud.
Por ello pedimos cada día al Padre: «Venga a nosotros tu reino». Hay un profundo vínculo entre pobreza y
evangelización, entre el tema de la pasada Jornada Mundial de la Juventud
–«Vayan y hagan discípulos a todos los
pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año: «Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Señor quiere una
Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los Doce, les
dijo: «No lleven oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos
túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento» (Mt
10,9-10). La pobreza evangélica es una condición fundamental para que el Reino
de Dios se difunda. Las alegrías más hermosas y espontáneas que he visto en el
transcurso de mi vida son las de personas pobres, que tienen poco a que
aferrarse. La evangelización, en nuestro tiempo, sólo será posible por medio
del contagio de la alegría.
Como hemos visto,
la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con Dios,
con los bienes materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de
Jesús, nos damos cuenta de cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que
la lógica del ser más prevalezca sobre la del tener más. Los santos son los que
más nos pueden ayudar a entender el significado profundo de las
Bienaventuranzas. La canonización de Juan Pablo II el segundo Domingo de Pascua
es, en este sentido, un acontecimiento que llena nuestro corazón de alegría. Él
será el gran patrono de las JMJ, de las que fue iniciador y promotor. En la
comunión de los santos seguirá siendo para todos ustedes un padre y un amigo.
El próximo mes de abril es también
el trigésimo aniversario de la entrega de la Cruz del Jubileo de la Redención a
los jóvenes. Precisamente a partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II
comenzó la gran peregrinación juvenil que, desde entonces, continúa a través de
los cinco continentes. Muchos recuerdan las palabras con las que el Papa, el
Domingo de Ramos de 1984, acompañó su gesto: «Queridos jóvenes, al clausurar el
Año Santo, les confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo!
Llévenla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y
anuncien a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y
redención».
Queridos jóvenes,
el Magnificat, el cántico de María, pobre de espíritu, es también el canto de
quien vive las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio brota de un corazón
pobre, que sabe regocijarse y maravillarse por las obras de Dios, como el
corazón de la Virgen, a quien todas las generaciones llaman “dichosa” (cf. Lc 1,48).
Que Ella, la madre de los pobres y la estrella de la nueva evangelización, nos
ayude a vivir el Evangelio, a encarnar las Bienaventuranzas en nuestra vida, a
atrevernos a ser felices.
Vaticano, 21 de
enero de 2014, Memoria de Santa Inés, Virgen y Mártir
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