El Sermón de la montaña que estamos leyendo en estos
domingos es la revelación de los nuevos valores del
Reino de Dios, de un nuevo
mundo religioso, de una nueva visión de Dios y de su relación con el hombre.
¿Significa esto la abolición de la antigua Ley, que también fue fruto de una
revelación divina, la que tuvo lugar en el Sinaí? De hecho, en los Evangelios
encontramos numerosas acciones de Jesús en las que parece desafiar abiertamente
la ley, como la observancia del sábado (cf. Lc 14, 1-6; Mt 12, 8), ciertas
normas de pureza ritual (cf. Mc 7, 1-8) y otras relativas al ayuno (cf. Mc 2,
18-22). Este comportamiento le atraía la abierta enemistad de escribas y
fariseos, maestros de la ley. Pero ante las críticas de estos, y tal vez
también ante ciertas interpretaciones de sus propios discípulos, Jesús,
precisamente en el contexto del Sermón de la montaña, niega la mayor: no ha
venido a abolir la ley, de la que afirma que tiene un valor eterno, y que es
preciso cumplirla hasta la última coma. ¿En qué quedamos? ¿No se da aquí una
cierta contradicción entre estas palabras y las acciones mencionadas antes?
Cuando Jesús afirma que no ha venido a abolir sino a dar cumplimiento, ¿qué
significa esto?
Dar cumplimiento significa hacerla plena, llevarla a su
perfección. Cumplir la ley “hasta la última tilde” no significa la observancia
puntillosa, obsesiva y literal de todos los preceptos de la ley mosaica, que en
tiempos de Jesús se había recargado con numerosas cláusulas, producto de una
larga tradición de interpretaciones y exégesis. Son precisamente las acciones
en apariencia desafiantes de Jesús las que nos dan a entender que no se trata
de ese legalismo asfixiante: no es el hombre para el sábado, sino el sábado
para el hombre, y es preciso entender qué significa “misericordia quiero y no
sacrificios” (Mt 9, 13; Os 6, 6). También sus
palabras en el evangelio de hoy
son elocuentes: por un lado exhorta a no saltarse ningún precepto de la ley, y
el que así lo enseñe será grande en el Reino de los cielos; por el otro, afirma
que no entrará en ese Reino quien no supere la justicia de escribas y fariseos.
Es claro que aquí no se trata de un cumplimiento escrupuloso y meramente legal
de ciertos preceptos rituales. ¿De qué se trata entonces?
Jesús, adoptando la actitud de un verdadero maestro de la
ley, de un verdadero rabino, lo explica acudiendo a toda una serie de preceptos
de la antigua ley. En primer lugar, recordemos que no habla sólo de la ley
(como hacían escribas y fariseos), sino de la ley y los profetas; y esto ya nos
indica que interpreta la ley desde el prisma de la inspiración profética, que
precisamente criticaba el legalismo huero y apelaba a la ley interior, a la que
está “escrita en el corazón”, a la misericordia y la atención de los
necesitados. Del mismo modo, para Cristo, la perfección de la ley (y los
profetas) y su cumplimiento hasta el final no van en la línea de la mera
observancia externa, sino de la plenitud que brota de un corazón renovado y
purificado, el que se expresa en las bienaventuranzas.
Desde el espíritu de las bienaventuranzas Jesús comenta y
reinterpreta (lleva a plenitud) siete preceptos de la antigua ley, de los que
el Evangelio de hoy recoge cuatro. Lo hace en diálogo con la tradición: “habréis
oído que se dijo a los antiguos”; pero no como mero comentador, sino con
autoridad: “pero yo os digo”. De este modo, Jesús hace ver que la antigua ley
no queda abolida sino perfeccionada, pero también nos dice que el Autor de la
antigua ley y el de su definitivo perfeccionamiento son el mismo, y que ahora
habla (y lleva a cumplimiento) con autoridad propia en él mismo.
El primer ejemplo se refiere al quinto mandamiento de la ley
del Sinaí: “no matarás”. Está expresado en términos jurídicos: “será
procesado”. Jesús, más allá de la ley, que mira sólo la exterioridad del
comportamiento, atiende a la actitud interior de la que brotan los crímenes y
la violencia contra el prójimo: la ira, el odio, la enemistad, que se expresan
primero verbalmente, y después pasa a la
voluntad de exclusión (es lo que significa la palabra “renegado”) y,
finalmente, puede llegar a la agresión física. Esas actitudes interiores y sus
expresiones, aun sin llegar al asesinato, merecen una condena de tipo religioso
(el Sanedrín y el fuego), pues hablan de un corazón no reconciliado y, por
tanto, alejado del Dios Padre de todos. El cambio del corazón y la purificación
interior hacen que pasemos de la agresión (de pensamiento, de palabra y de
obra) a la reconciliación. No se trata, por tanto, sólo de extremar los
preceptos de la antigua ley, sino de cambiar la dirección de nuestras actitudes
profundas: no sólo evitar el mal en todas sus dimensiones, sino vencerlo a
fuerza de bien; no sólo renunciar a las actitudes agresivas y a las agresiones
(verbales o físicas), sino adoptar una actitud positiva que busca a los
hermanos, trata de recomponer relaciones y de solucionar los conflictos (que
inevitablemente surgen en la vida) de manera pacífica.
El comentario del sexto mandamiento (“no cometerás
adulterio”) va en la misma dirección. El adulterio era contemplado en la
antigua ley (y, en general, en las antiguas culturas) sobre todo como un
atentado contra la “propiedad” ajena, que así era considerada la mujer. El
precepto tenía un sabor claramente discriminatorio contra la mujer. Jesús, al
radicalizar y perfeccionar el precepto, apela de nuevo a una actitud interior
que cambia por entero los estándares culturales: llama a una actitud de respeto
hacia la mujer misma, no sólo en cuanto es “de otro”, sino en su propia
condición de mujer, que no puede reducirse a un mero objeto de deseo. Así pues,
Jesús no sólo condena el adulterio, sino que restablece plenamente la dignidad
de la mujer, igual a la del varón en cuanto imagen de Dios (cf. Gn 1, 27) Este
cambio del corazón no es, sin embargo, tarea fácil. Los deseos y los
pensamientos inclinados al mal surgen en nosotros con frecuencia de manera
espontánea. ¿Es que su mera presencia es ya una forma de pecado? ¿No se está
aquí extremando la idea de pecado, que nos puede hacer entrar en un moralismo
obsesivo y asfixiante, peor que el meramente externo de escribas y fariseos? En
realidad, Jesús no va por ahí, y las palabras que siguen a esta llamada, en
plena consonancia con la bienaventuranza de los limpios de corazón, lo aclaran
suficientemente. No es la mera presencia de ciertos sentimientos, inclinaciones
o tentaciones lo que constituye el pecado, sino el consentimiento por parte de
nuestra libre voluntad. De ahí la necesidad de una cierta ascética, esto es, de
la capacidad de renunciar a los deseos que nos hostigan y nos incitan al mal.
Jesús expresa la necesidad de la actitud de renuncia en términos muy duros
(sacarse el ojo, cortarse la mano), que no debemos tomar al pie de la letra,
sino entender como un recurso para subrayar con fuerza la importancia de la
purificación del corazón y la mirada: nos va en ello el que podamos ver a Dios,
esto es, nos jugamos nuestra propia salvación, que vale más que el bienestar en
este mundo pasajero.
El siguiente precepto comentado por Jesús no está tomado de
la tabla de los mandamientos (cf. Dt 24, 1) pero es como una glosa y complemento
del anterior, y toca un tema muy sensible en las costumbres de los judíos de
entonces (cf. Mt 19, 1-10) y, en realidad, de todas las culturas y todos los
tiempos. Si se debe respetar a la mujer del prójimo, tanto más se ha de
respetar a la propia. Aquí, de nuevo, Jesús defiende a la mujer de una
situación de clara desventaja y la eleva a miembro paritario en derechos dentro
del matrimonio. El matrimonio es la unión sagrada entre varón y mujer, iguales
en dignidad personal y que, por tanto, han de dar cada uno su libre
consentimiento. Este ejercicio de libertad y compromiso mutuo exige
responsabilidad y la fidelidad a la palabra dada en la alianza matrimonial. La
salvedad que hace Jesús (salvo caso de impureza, en otras traducciones se dice
“fornicación”) se refiere, al parecer, a uniones ilegítimas, de tipo incestuoso
o meramente casuales, sin la voluntad de un verdadero compromiso mutuo (como el
caso de la prostitución, el –mal– llamado “amor libre” y otras formas de
relación que no corresponden con el designio de Dios sobre el matrimonio). La
relación matrimonial es algo demasiado serio para dejarlo al capricho subjetivo
de una de las partes.
En lo que respecta al juramento, en principio no es fácil
entender esta prohibición tajante, pues a veces es necesario empeñar
solemnemente la propia palabra: el mismo caso del matrimonio, o cuando se jura
un cargo o se da testimonio en un juicio… Las palabras de Jesús hay que
entenderlas como una llamada a no abusar del juramento, es decir, a no poner a
Dios por testigo de los propios asuntos, en definitiva, a no “usar” o
instrumentalizar a Dios. Esta debía ser una costumbre extendida en aquel
tiempo. El hombre que vive reconciliado en su interior, con los demás y con
Dios no necesita ir poniendo a Dios por testigo a cada paso, sino que más bien
él mismo se convierte en un testigo de Dios, fuente de la verdad y de todo
bien. Y ese hombre no es un mero cumplidor externo de normas que le coaccionan
desde fuera, sino un ser libre, que libremente se adhiere al bien sin
condiciones ni componendas.
Ahora bien, ¿es todo esto posible? ¿No están estas
exigencias, que suenan tan bien, muy por encima de nuestras pobres fuerzas?
Jesús, que nos llama a ser misericordiosos con las debilidades de los demás,
conoce también las nuestras y las tiene en cuenta. No es un rabino que comenta
leyes, sustituye unas por otras, las atenúa o las endurece; es un maestro que
nos muestra un nuevo modo de vida que inaugura él y él mismo se convierte en
ley para sus discípulos. Cumplir la ley entera, hasta la última tilde,
significa seguir a Jesús y adoptar su estilo de vida. Él es quien cumple la ley
hasta el final, radicalmente, al dar su propia vida en la cruz.
Por ello, la nueva ley del Evangelio resume todos los
preceptos (en todas sus direcciones: en relación con propios y extraños, en
relación con la propiedad, etc.) en el mandamiento del amor. Y este mandamiento
sólo puede ser asumido desde la libertad, a la que apela con tanta claridad la
primera lectura. En ella vemos hasta qué punto la antigua ley estaba realmente
orientada a la plenitud del Evangelio. Porque los preceptos meramente legales
se pueden cumplir de una manera exterior, por coacción y sin convicción (con
una libertad disminuida), pero amar sólo es posible desde la libertad. No es
posible amar “a la fuerza” y de modo puramente externo. Sólo se puede amar de
corazón. Y esa fuerza del amor es un don que precisamente encontramos y
recibimos en Cristo, que nos ha amado y se ha entregado por nosotros hasta el
extremo. No se nos pide aquí nada que no hayamos recibido antes. Y esta es la
sabiduría de la que habla Pablo, inaccesible a la mera razón humana, pero que
ha sido revelada plenamente en Jesucristo. Es la sabiduría de la cruz, la
sabiduría de un amor que se entrega del todo y que, así, “cumple” (llena,
perfecciona) la ley entera.
(José María Vegas, cmf)
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