El evangelio de hoy concluye la enseñanza de Jesús sobre la
ley, iniciada la semana pasada. Aquí vemos
hasta qué punto el Sermón de la
montaña supera infinitamente las prescripciones de la antigua ley, y en qué
medida la lleva a su perfección. Si el mandamiento del amor es el corazón de la
nueva ley del Evangelio, el amor a los enemigos supone su expresión más
radical. Pero, cabe preguntar, ¿es esta novedad tan radical que sea imposible
encontrar nada parecido, no sólo ya en el Antiguo Testamento, sino incluso en
otras perspectivas religiosas o morales? La primera lectura responde en lo que
se refiere al Antiguo Testamento. El texto del Levítico es una explícita
llamada al amor y a la renuncia al odio, que el mismo Jesús cita para expresar
el mandamiento principal (cf. Mt 22, 39). También en otras religiones y
sistemas morales existen similares llamadas al amor universal, como las que
encontramos, por ejemplo, en el budismo y la ética estoica. No debe extrañar
que la llamada al amor no sea exclusiva del Evangelio, pues cualquiera que
tenga la mente abierta y el corazón en su sitio puede entender que el amor es
preferible al odio, y que es en el amor y no en el odio en donde el hombre
encuentra su quicio vital, su perfecta realización y, a fin de cuentas, su
salvación. Pero podemos hacernos otra pregunta. ¿Es el mandato del amor universal,
incluidos los propios enemigos, algo realista? Sin negar la belleza del ideal,
la vida real nos lleva con frecuencia a considerar que se trata de un mandato
de imposible cumplimiento. La santidad a la que llama el texto del Levítico, la
perfección a la que nos llama Jesús, pueden cuadrar bien para Dios (en el que
lo ideal y lo real coinciden), pero no para nosotros, imperfectos, débiles y
limitados. Tal vez por esto, algunas de las posiciones religiosas y morales que
llaman también al amor a todos (como los mencionados budismo y estoicismo)
proponen, como camino para lograr esa benevolencia, adoptar una actitud de
impasibilidad, que, es verdad, nos protege del sufrimiento por la vía de la
indiferencia, que se abstiene de hacer mal a nadie, pero difícilmente podrá
amar de verdad, activamente a criatura alguna.
En realidad, la gran novedad que encontramos en la
revelación bíblica, ya desde el Antiguo Testamento, es que, por paradójico que
parezca, el mandamiento del amor no es una exigencia ética, una norma que hemos
de “cumplir” con la fuerza de la voluntad, en ocasiones cerrando los puños y
apretando los dientes. Se trata más bien de una revelación que Dios hace de su
propio ser. El mandamiento del amor nos dice quién es Dios, cómo se manifiesta,
cómo nos mira y cómo quiere relacionarse con nosotros. Más que una norma que
nos exige, es un don que nos hace. Dios no se revela mandando, obligando,
imponiendo, sino dándose. Si podemos seguir hablando de mandamiento, es en lo
que esa expresión tiene de envío: Dios nos manda el amor, esto es, nos lo
envía, nos lo entrega. Y si estamos abiertos a esa revelación, es claro que su
luz puede no reflejarse en nosotros. Así han de entenderse las palabras “Seréis
santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”, que Jesús reproduce al
decir “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Ser santos con la santidad de Dios, o perfectos con su
perfección, está absolutamente por encima de nuestras fuerzas, pero es posible
si lo recibimos como don. Así pues, el mandamiento del amor no es una norma de
obligado cumplimiento sino la posibilidad de participar de la vida divina, es
la vida misma de Dios actuando en nosotros, que se ha revelado plenamente en la
persona de Jesucristo. Es Jesús quien refleja y encarna (hace carne) la
santidad y la perfección de Dios en nuestro mundo. Es él quien hace cercano y
posible lo que parece imposible a las solas fuerzas humanas. Porque si
aceptamos la revelación y el don de Dios y su presencia encarnada en Jesús de
Nazaret, si lo dejamos entrar en nuestra vida, es claro que algo ha de cambiar
en nosotros. Y no de manera mágica, automática, sin nuestra participación. A
partir del don del amor de Dios, la dimensión moral tiene también cabida como
respuesta positiva a ese don. Dios apela a nuestra libertad, que es
responsabilidad, esto es, respuesta a una llamada previa.
Si hemos de ser reflejo de la santidad de Dios que nos ha
iluminado, esto ha de expresarse en actitudes nuevas, que la Palabra de Dios
hoy desglosa con detalle. La primera de todas consiste en desterrar de nuestro
corazón el odio. No “odiar de corazón a tu hermano” significa que, aunque
surjan en nosotros sentimientos negativos (como cuando nos sentimos
injustamente tratados, ofendidos, etc.) no debemos permitir que ese sentimiento
de odio se instale en nuestro corazón, que dirija nuestros pensamientos y
acciones. Antes bien, ante el mal procedente de nuestro prójimo, la respuesta
adecuada (a la santidad de Dios reflejada en nosotros) ha de ser la de corregir
al hermano, para que se enmiende. Es una manera concreta de responder al mal
con el bien.
El texto del Levítico pone aquí el acento en las relaciones
con los más próximos, los familiares y, todo lo más, los miembros del pueblo de
Israel. Jesús universaliza esta exigencia y la extiende a todos sin excepción.
El primer paso de esta universalización consiste en superar la vieja ley del
Talión, que impone una proporción en las relaciones de justicia, cuando se
trata de resarcir un daño recibido. Esto supone un progreso, pues pone un
límite al deseo de multiplicar la respuesta por la ofensa (como en la salvaje
ley de Lamek, cf. Gn 4, 23-24). La experiencia dice que la venganza, incluso si
se trata de contenerla en los límites de un daño proporcional, genera un dinámica
diabólica y creciente, a no ser que se le oponga, por fin, un acto de positivo
perdón. Jesús opone a la ley del Talión esas exigencias que nos parecen tan
excesivas e imposibles, y se nos antojan como actitudes pasivas de cesión ante
el mal y la injusticia, pero que, en realidad, una vez más, reflejan el modo en
que Dios ha respondido al mal y al pecado humano. No se trata aquí, por tanto,
de prescripciones jurídicas que dejan impune el crimen, sino de la adopción de
actitudes activas, que tratan de responder al mal con el bien.
Frente a la medida del Talión, ya el libro del Levítico nos
propone una medida positiva: amar al prójimo como a sí mismo. También hay que
amarse a sí mismo rectamente: tenemos la obligación de procurar nuestro propio
bien, de corregir nuestros defectos, y de cuidar y desarrollar el don que Dios
ha depositado en nosotros. Esa medida es la que tenemos que aplicar con
nuestros prójimos. La segunda parte de la cita que Mateo pone en boca de Jesús:
“Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo” no es posible encontrarla en
la antigua Ley, sino que expresa la pobreza de la lengua aramea, que usa el
verbo aborrecer para indicar los límites del propio amor (aborrecer significa
“no preferir”, “no gozar del favor”: cf. Gn 29, 31; Lc 14, 26). Es decir, si en
el Antiguo Testamento la universalidad del amor está sólo implícitamente
apuntada, y se manda amar a los propios, y limitar a la ley del Talión la
respuesta a los enemigos, ahora Jesús amplía la categoría de “prójimos” a
todos, enemigos incluidos. Y este imposible moral se hace posible sólo si
miramos a los demás desde el prisma de Dios, Padre de Jesús y Padre de todos.
Es claro que el amor de que se habla aquí no es un mero
sentimiento de simpatía, una especie de “buenismo” que cierra los ojos a los
conflictos y las enemistades. ¿Cómo entender este amor que Jesús nos recomienda
y nos revela en su propia persona? Ante todo, el amor es la afirmación del otro
en cuanto tal; y esta afirmación incluye toda una serie de matices que empiezan
por el respeto. Amar al enemigo significa renunciar a instalarse en el odio,
que conlleva la negación del otro y que va desde ignorarlo y excluirlo hasta su
destrucción. Sin negar que exista la enemistad por multitud de motivos, mirando
al otro desde el prisma de Dios Padre, descubro en él a un hermano y potencial
amigo. Por ello, sin renunciar tal vez a la justicia, no dejaré de tenderle la
mano si se encuentra en necesidad, de reconciliarme con él me ofrece la
posibilidad, y de orar por él si esta es la única alternativa que queda. Esta
recomendación es de extraordinaria utilidad en estos tiempos en que crece la
hostilidad hacia el cristianismo y se multiplican en muchos lugares actitudes
de persecución (cruenta o incruenta) contra los creyentes. Es la ocasión de
responder en genuino sentido cristiano, de poner a prueba la autenticidad de
nuestra fe, de purificarla si es que la hemos ido reduciendo a una serie de
actitudes culturales y a ciertas convicciones teológicas y morales más o menos
aburguesadas, sin la radicalidad propia del Sermón de la montaña.
La capacidad de descubrir en nuestros enemigos a nuestros
hermanos, hijos del mismo Padre, habla de esa cualidad del amor que es como una
luz que descubre valores escondidos, que una mirada desprovista de amor es
incapaz de percibir. El verdadero amor no sólo no es ciego, sino que es, por el
contrario, el colmo de la lucidez. La perfección del nuestro Padre celestial a
la que nos llama Jesús (y que él mismo porta en sí) es la de un amor que no se
limita a las normas de convivencia de un grupo cerrado sobre sí mismo, sino que
rompe fronteras y establece lazos incluso allí donde esto parece imposible.
Reflejar en nosotros la perfección del amor de Dios nos
convierte, como nos recuerda Pablo, en templos de Dios, en los que habita el
Espíritu Santo, el Espíritu del Amor. No es tanto un privilegio cuanto un don y una
responsabilidad. ¿Cómo habremos de comportarnos para conservar y transmitir esa
presencia en nosotros? A tenor de las palabras de Pablo hoy, podemos hacer una
observación sobre las consecuencias del mandamiento del amor universal dentro
de la Iglesia, cuerpo de Cristo. Parece un contrasentido que, al tiempo que
proclamamos la universalidad del amor, nos dediquemos a construir capillas
dentro de la Iglesia, que compiten entre sí y se excluyen mutuamente. “Pablo,
Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro” podemos
entenderlo hoy como la diversidad de caminos de espiritualidad, carismas,
movimientos, tendencias (jesuitas y dominicos, focolares y neocatecumentales,
Opus Dei y Cristianos por el Socialismo, conservadores y progresistas…), todos,
si somos cristianos, esto es, de Cristo, hemos de trabajar por reconocernos,
apreciarnos, amarnos unos a otros, ser generosos y benevolentes unos con otros,
practicando, si procede, la corrección fraterna –corrigiendo, pero también
dejándonos corregir, para, desde esa sabiduría del amor y esa suprema libertad,
dar un testimonio concorde y unánime del único Señor y Dios al que
pertenecemos. (José María Vegas, cmf)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO