José María Vegas, cmf
Para comprender el misterio
Al pensar en el misterio de la Santísima Trinidad puede
embargarnos la idea de que para entender algo al respecto se necesitan gruesos
volúmenes de densa teología, accesible sólo para grandes especialistas. Y, sin
embargo, las lecturas con las que hoy la Iglesia nos invita a meditar en este
misterio se distinguen por su brevedad, por lo escueto y lacónico de su
contenido. Puede ser un buen indicativo de que ante este misterio, que es el
misterio mismo de Dios, hay que empezar por renunciar a “explicarlo”, es decir,
a entrar en él para desentrañar sus “elementos” y ponerlos delante de nuestra
mirada. No podemos “entrar” en el misterio de Dios, en primer lugar, porque
Dios no se deja manejar y manipular por nosotros. Además, porque Dios no es
“problema” que requiera una solución con la fuerza (en esto, más bien escasa)
de nuestra razón, al estilo de los problemas matemáticos; menos aún es un
acertijo o un enigma que puede desvelarse a base de imaginación o agudeza.
Pero nada de esto significa que tengamos que “cortarnos la
cabeza” y aceptar sin crítica afirmaciones sin sentido, que sólo servirían para
poner a prueba nuestra credulidad o nuestra docilidad… A pesar de lo dicho al
principio, los gruesos volúmenes de teología para especialistas también son
necesarios. Sólo que tampoco ellos son suficientes si no van precedidos de
disposiciones personales que no son cosa exclusiva de especialistas, sino
cuestión de fe y necesarias para todo creyente. De estas disposiciones habla
hoy la
Palabra de Dios, y a ellas nos invita.
La primera de todas es la apertura de espíritu: tenemos que
abrirnos a la contemplación del misterio (y no a la explicación o la solución
del problema). No podemos entrar en el misterio de Dios, pero es Dios mismo el
que se adelanta a salir de sí, a revelarse, a decirse, a darse. Es el Señor el
que “baja de la nube” y se queda con nosotros, como se quedó con Moisés; es
Dios quien se manifiesta, y su mostrarse consiste en revelarse como
misericordia y compasión, rico en clemencia y lealtad, dispuesto a caminar con
nosotros.
Lo que nos dice Dios de sí mismo está admirablemente
resumido en las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna.” El misterio de la Trinidad, esto es, de la vida
interna de Dios, es un misterio de amor, y de un amor extremo, difícil de
comprender, porque es un amor hasta la muerte, pero que salva y da vida, y una
vida plena, que es lo que significa la vida eterna. ¿Se puede “explicar” el
amor, esto es, desentrañarlo y exponer sus “elementos”? Es evidente que nos
encontramos en otra dimensión, que trasciende la pura objetividad teórica.
Comprender un amor así, hasta el extremo, significa dejarse sorprender por él,
acogerlo, asimilarlo, hacerlo propio, y esto es empezar a comprender el
misterio de la Trinidad. Porque este misterio es el de un Dios amor que se
entrega totalmente, sin reservas, con una pureza total. Pero si Dios “amó tanto
al mundo” como para entregarle su propio Hijo (y es el Hijo que se entrega el
que lo dice), es que esa entrega es la esencia misma de Dios, de modo que ya su
vida interna consiste en ese entregarse mutuamente en amor puro. Esto es,
comprendemos que la vida interna de Dios es relación, comunicación y, por eso,
diferencia personal y, al mismo tiempo, perfecta unidad. Eso es el amor: unidad
en la diferencia, relación que supera la diferencia pero sin anularla. Ahora
bien, esta comprensión no significa que “descifremos” el misterio de Dios. Porque,
repitámoslo de nuevo, nosotros no podemos entrar en él, pero Dios puede
revelarnos quién es: y no sólo teóricamente, sino precisamente comunicándonos
su amor, un amor extremo, hasta la muerte, haciéndonos partícipes de él,
dándonos vida, salvándonos de perecer. Aunque no podamos encerrar esta
comprensión de Dios en un concepto, ni siquiera en todo un sistema de
filosofía, al menos evitamos identificar al Dios cristiano con el ser inmutable
de Parménides o el Motor inmóvil, pensamiento de pensamiento de Aristóteles:
conceptos de Dios que, aun reconociendo su valor teórico, no nos sirven, ni nos
consuelan, ni nos salvan, porque están encerrados en sí mismos, y son incapaces
de salir de sí al encuentro del hombre con misericordia y compasión. En realidad,
atisbar este misterio trinitario del Dios amor nos ayuda a comprender que ni
siquiera el monoteísmo por sí mismo es suficiente para una adecuada imagen de
Dios. Pues el monoteísmo sin más puede significar una especie de monarquismo
teológico en el que Dios se comporta sólo como un legislador (incluso como un
tirano) que establece relaciones verticales con los hombres, ante las que sólo
cabe el sometimiento temeroso y servil.
Un Dios único pero habitado interiormente por relaciones
personales de mutua entrega y amor es un Dios que tiende a expresarse, a
revelarse, a darse personalmente, y, al hacerlo, no sólo no nos somete a la
condición de siervos, sino que, al contrario, nos libera, nos pone a su nivel,
pues ya en la encarnación se ha puesto Él al nuestro: “se despojó de sí mismo
tomando la condición de siervo” (Flp 2, 7), de modo que nos convierte en
amigos: “no os llamo siervos…; os llamo amigos” (Jn 15, 15); y hermanos suyos:
“vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y
vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Es evidente que estamos hablando de un modo de comprender
que trasciende con mucho el plano intelectual. Por eso la preparación para la
acogida del misterio tiene connotaciones propias, prácticas, existenciales, de
las que nos advierte Pablo en su carta a los Corintios; en primer lugar, la
alegría: el comunicarse y darse de Dios es una buena noticia que no debe
generar temor; en segundo lugar, la voluntad de cambiar de vida, de enmendarse,
de mejorar: el Dios que viene a visitarnos y que nos comunica su amor extremo
nos invita a movernos en la línea de lo mejor, a dar lo mejor de nosotros
mismos y, por tanto, a reconocer las porciones de mal que conviven con
nosotros; se trata a veces de una batalla ardua, porque tenemos la experiencia
de que el mal tiene raíces resistentes incluso a nuestra buena voluntad; pero
no por eso hemos de caer en el desánimo. Al contrario, sabiendo que Dios no
viene en plan punitivo o censor, sino a darnos vida, que no nos juzga (somos
nosotros los que nos juzgamos a nosotros mismos, según nos abramos o cerremos a
esta visita de Dios), tenemos motivos para animarnos, ensanchar el alma y
respirar. Y todas estas actitudes no pueden no revertir en los demás: Pablo nos
llama a la unanimidad y la paz; pero no en un sentido romántico o fácil: todos
sabemos lo mucho que cuesta armonizar los ánimos y superar los conflictos. Pero
es que Dios mismo nos ha mostrado el camino: el verdadero amor, el que compone
la esencia y la vida de Dios, consiste en la disposición a dar la vida. Y
nosotros, alcanzados por ese amor y esa vida, vivimos a imagen de la Trinidad
cuando tratamos de reproducir en nuestra vida esa misma medida de amor.
Cuando acogemos esta revelación de Dios y participamos de
este modo en la misma vida divina, que se sustancia en el mandamiento del amor,
se nos iluminan todas esas expresiones que continuamente escuchamos y decimos
en nuestra oración: “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”,
que “os bendiga Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, o, como concluye hoy Pablo
y empezamos nosotros la Eucaristía: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de
Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
(Fuente: ciudadredonda.org)
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