Escribía, en cierta ocasión, a su hermana Celina:
«aprovechémonos de esa predilección de Jesús que en tan pocos años nos ha
enseñado tantas cosas, no descuidemos nada que pueda agradarle». Muy pronto
comprende que cuando hay una elección por parte de Dios es, únicamente, para el
servicio, para el bien de los demás.
Y pronto, también, se hace cargo de dos cosas: de que la
única manera de alimentar la paz común es salir de uno mismo, y de que muchas
«enfermedades morales son crónicas». Ella va a tomar una decisión: «desempeñar
con esas almas heridas el oficio de buen samaritano».
Sabe que hay enfermedades que no se curan y psicologías
rotas. Que la reincidencia forma parte de la naturaleza humana y que hay
quienes, aunque vean y experimenten la bondad, no pueden unirse a ella y vivir
bien. Lo reflejará diáfanamente en su obrita La huida a Egipto donde, quien ha
sido sanado y colmado de bendiciones, vuelve a romper la armonía. Ella no va a
cejar: la misericordia de
Dios y la salvación que trae Jesús son más fuertes
que todo.
Con ese equipaje, en un tiempo de bosques espesos, con un ramaje
moral y religioso abigarrado, Teresita da con el claro del bosque, el único
lugar desde donde podía verse el cielo abierto: la confianza.
No la encontró ni recibió de golpe. La fue amasando en el
tiempo, buscando continuamente en la Palabra de Dios, auscultando su propia
vida, haciéndose cargo de lo que la rodeaba, mirando a Jesús. Y esa confianza
la llevará a comprender que la misericordia de Dios es absoluta: lo precede y
lo acompaña todo, y ella es el juicio que Dios hace.
La confianza era para ella «abandono y gratitud».
Significaba vivir sabiendo que Dios es hogar, que es «más tierno que una madre»
y cobija, pero que impulsa a la vez y, por eso, decía: «Comprendí que la
caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón». El abandono que
vive y al que incita es el de la gratuidad.
Abandonarse era aceptar la maduración propia de la vida,
manteniendo la fe, que pierde todo brillo en muchos sucesos de la vida. Y era
buscar el bien, a través del amor concreto y continuo. Ambas cosas le llevan a
escribir: «Mis deseos infantiles han desaparecido… es el amor lo único que me
atrae».
Teresita intuía que había algo de «audaz y temerario» en su
camino y, sin embargo, lo veía abierto a todos, porque decía de sí misma: «Soy
demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección». Y, con aquel
sano realismo que la caracterizaba, añadía: «Agrandarme es imposible». De modo
que tenía que haber un modo de subir.
Buscó y, para hacerlo, se habituó a una buena compañía:
«Siento que [Jesús] está dentro de mí, y que me guía momento a momento». Así
comprendió que ascender es fiarse y que, si había que subir una escalera en la
fe, sería dejándose llevar por Jesús. Por eso habló del invento del ascensor.
En la página final de sus manuscritos, aún añadió: «Dado que
Jesús ascendió al cielo, yo solo puedo seguirle siguiendo las huellas que Él
dejó… Solo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio». Así tomó Teresita
el ascensor de subida: siguiendo a Jesús, fiada en su palabra.
(Fuente: Gema Juan ocd, periodistadigital.com)
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