Queridos hermanos:
Bartimeo, el hijo de Timeo, tiene nombre para Marcos, aunque
es un mendigo ciego que pide al borde del camino. Tiene tu nombre y el mío, que
estamos como él, sentados en el camino de la vida, sin saber por dónde seguir,
sin ver claro. Todos pasamos por momentos de ceguera, sobre todo del espíritu,
se pisotea al hermano, se suprimen sus derechos, se prostituye a la mujer, se
ultraja al obrero, se idiotiza a
nuestros hijos… y seguimos sin ver. Escuchamos todos los domingos
pasajes del Evangelio que nos hablan de su luz y nos deberían ayudar para saber
qué rumbo seguir, o que corregir y no alcanzamos a entender.
El ciego no tiene horizontes, le da lo mismo mirar hacia
arriba o hacia abajo, el blanco que el negro, la luz o las tinieblas, no tiene
perspectivas, ni cosas claras, inseguro, dependiente, debe ser llevado de la
mano, conducido por un perro guía o un bastón. Nosotros en demasiadas ocasiones
pertenecemos a este mundo de ciegos, aunque veamos nuevos amaneceres y
distingamos los colores. Los que vemos y sin embargo no percibimos estas
situaciones vitales de ceguera, ¿no somos más ciegos que el
mendigo que sabe de
su ceguera y quisiera ver con toda su alma? (Os recomiendo leer el “Ensayo
sobre la ceguera” de José Saramago).
A ti y a mí, Jesús nos pregunta: “¿Qué quieres que haga por
ti? Maestro que pueda ver. Anda, tu fe te ha curado”. El ciego ha hecho un
último intento, Jesús puede ser su esperanza. Grita insistentemente; un grito
que es una confesión de fe: “Hijo de David, ten compasión de mí”. No ve muchas
cosas que la gente a su alrededor puede ver, pero ve algo que los demás no han
visto. El ciego ve más que los acompañantes de Jesús, que estaban ciegos para
ver a Jesús como el Hijo de Dios. Bartimeo reconoce en Jesús al Mesías que
todos estaban esperando.
El ciego no abandona (quien no se rinde es escuchado), y
Jesús escucha su petición. Los mismos que le regañaban para que se callara, son
ahora los que le llaman y animan: “Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el
manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Todo es simbólico, hay que soltar el
manto, dejar cosas atrás sobre todo materiales, dar un salto para pasar del
borde del camino, de los márgenes, a la inclusión, es también el salto de la
fe. Por eso Jesús le dice: “Anda, tu fe te ha curado”. Una fe que ilumina la
propia vida dándola un sentido, que nos hace ver al prójimo como a un hermano y
ver la historia como el camino en el que Dios realiza la salvación.
En este encuentro logra no sólo luz para sus ojos, sino
también luz para su vida. Siendo consecuente: “Lo seguía por el camino”. Hoy
que vivimos tiempos recios ( en palabras de Santa Teresa en su época), hace
falta que abramos bien los ojos, para que no nos sentemos allí, a la vera de
los caminos, sintiendo cómo pasa la gente, cómo transcurre la historia que
camina hacia adelante, mientras nosotros nos quedamos atrás. Es preciso ponerse
en marcha, seguirle por el camino. Un
ciego nos muestra cómo debemos pedir, cómo debemos ser discípulos de
Jesús. Nosotros también somos mendigos ciegos y debemos pedir constantemente:
¡Señor, que vea!
Podemos terminar recordando un Himno de la Liturgia de las
Horas: “Libra mis ojos de la muerte; dales la luz que es su destino. Yo como el
ciego del camino, pido un milagro para verte. Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva; cura su fiebre posesiva y ábrela al bien de mis
hermanos. Que yo comprenda, Señor mío, al que se queja y retrocede; que el
corazón no se me quede desentendidamente frío. Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto…!). Tú que conoces el desierto, dame tu mano
y ven conmigo”.
Julio César Rioja, cmf
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