Hoy ante nuestra mirada se presenta un hecho simple,
humilde y grande: Jesús es llevado por María y José al templo de
Jerusalén. Es un niño como tantos, como todos, pero es único: es el Unigénito
venido para todos. Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de
Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Es éste el ícono que el
Evangelio nos ofrece al final del Año de la Vida Consagrada, un año vivido con
mucho entusiasmo. Él, como un río, confluye ahora en el mar de la
misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con
el Jubileo extraordinario.
La fiesta de hoy, sobre todo en Oriente, es llamada fiesta
del encuentro. En efecto, en el Evangelio que ha sido proclamado, vemos
diversos encuentros (cfr Lc 2,22-40). En el templo Jesús viene a
nuestro encuentro y nosotros vamos a su encuentro. Contemplamos el encuentro
con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el regocijo del
corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el
encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría
y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la
novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios;
en este Niño nacido para todos
se encuentran el pasado, hecho de memoria y de
promesa, y el futuro, lleno de esperanza.
En esto podemos ver el inicio de la vida consagrada.
Los consagrados y las consagradas están llamados ante todo a ser hombres y
mujeres del encuentro. La vocación, de hecho, no toma las mociones de un
proyecto nuestro pensado “con cálculo”, sino de una gracia del Señor que
nos alcanza, a través de un encuentro que cambia la vida. Quien verdaderamente
encuentra a Jesús no puede permanecer igual que antes. Él es la novedad
que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este encuentro se convierte
en testimonio y hace posible el encuentro para los otros; y también se hace promotor
de la cultura del encuentro, evitando la autoreferencialidad que nos hace
encerrarnos en nosotros mismos.
El pasaje de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado,
nos recuerda que el mismo Jesús, para salir a nuestro encuentro, no dudó en
compartir nuestra condición humana: «Ya que los hijos tienen una misma sangre y
una misma carne, él también debía participar de esa condición» (v. 14). Jesús
no nos ha salvado “desde el exterior”, no se ha quedado fuera de nuestro drama,
sino que ha querido compartir nuestra vida. Los consagrados y las
consagradas están llamados a ser signo concreto y profético de esta cercanía de
Dios, de éste compartir la condición de fragilidad, de pecado y de heridas del
hombre de nuestro tiempo. Todas las formas de vida consagrada, cada una según
sus características, están llamadas a estar en permanente estado de misión,
compartiendo «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de hoy, sobre todo de los pobres y de todos aquellos que
sufren» (Gaudium et spes, 1).
El Evangelio también nos dice que «Su padre y su madre
estaban admirados por lo que oían decir de él» (v. 33). José y María
custodian el estupor por este encuentro lleno de luz y de esperanza para
todos los pueblos. Y también nosotros, como cristianos y como personas
consagradas, somos custodios del estupor. Un estupor que pide ser renovado
siempre; ay de la costumbre en la vida espiritual; ay de cristalizar nuestros
carismas en una doctrina abstracta: los carismas de los fundadores – como
he dicho otras veces – no son para sellar en una botella, no son piezas de
museo. Nuestros fundadores han sido movidos por el Espíritu y no
han tenido miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana, con los
problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias geográficas y
existenciales. No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones
de los otros, porque mantuvieron en el corazón el estupor por el encuentro con
Cristo. No han domesticado la gracia del Evangelio; han tenido siempre en el
corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo vehemente de llevarlo a los
demás, como han hecho María y José en el templo. También hoy nosotros estamos
llamados a cumplir elecciones proféticas y valientes.
Finalmente, de la fiesta de hoy aprendemos a vivir la
gratitud por el encuentro con Jesús y por el don de la vocación a la vida
consagrada. Agradecer, acción de gracias: Eucaristía. Cúan hermoso es cuando
encontramos el rostro feliz de personas consagradas, quizás ya con tantos
años como Simeón o Ana, felices y llenas de gratitud por la propia
vocación. Esta es una palabra que puede sintetizar todo aquello que hemos
vivido en este Año de la Vida Consagrada: gratitud por el don del Espíritu
Santo, que anima siempre a la Iglesia a través de los diversos carismas.
El Evangelio concluye con esta expresión: «El niño iba
creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con
él» (v. 40). Que el Señor Jesús pueda, por la maternal intercesión de Maria,
crecer en nosotros, y aumentar en cada uno el deseo del encuentro, la
custodia del estupor y la alegría de la gratitud. Entonces otros serán atraídos
por su luz, y podrán encontrar la misericordia del Padre.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
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