Queridos hermanos:
Dos viudas y sus dos hijos, al parecer únicos, se nos
presentan en la primera lectura de los Reyes y en el Evangelio de este domingo.
Uno ha muerto, el otro está en peligro, Elías y Jesús, “se los entregan a sus
madres”, están vivos. Ambas podrían decir con el Salmo de hoy: “Te ensalzaré,
Señor, porque me has librado, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa,
cambiaste mi luto en danzas”. El Dios de Elías y el Dios de Jesús, es el Dios
de la vida, que vence a la muerte.
Jesús va de camino con sus discípulos y mucho gentío, a la
entrada de Naín se cruzan con otra comitiva, unos entran y otros salen:
“sacaban a enterrar a un muerto”. Se encuentran la muerte y la Vida, el Maestro
muestra su cercanía a los más pequeños una vez más, a los débiles, a esta mujer
que es viuda y encima ha perdido a su único hijo, acoge su pena y sufrimiento:
“Le dio lástima y le dijo: No llores”. ¿Con qué autoridad se puede decir a una
madre que no llore?, las dos comitivas están
expectantes: “Se acercó al ataúd,
lo tocó, los que lo llevaban se pararon, y dijo: ¡Muchacho, a ti te lo digo,
levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar”. Triunfa la vida y se
acaba el llanto.
Cuantas madres clamando al cielo en los campos de
refugiados, en las playas de Grecia, en Palestina, en cualquier país africano,
con sus hijos muriendo de hambre en su regazo. Cuantas madres coraje fregando
escaleras para sacar a sus hijos adelante, llorando a escondidas el maltrato o
la incertidumbre, de no saber si su hijo ronda el consumo… Pero estamos
acostumbrados y nos suele gustar más el funeral que el muerto, escondemos el
dolor, nos compadecemos, pero no nos paramos. Hay que parar y aunque no sepamos
qué decir, ante el misterio del dolor, muchas veces lo mejor es el silencio,
mirar, abrazar, acoger, denunciar, presentar a Dios en la oración con las manos
vacías a las criaturas que él creo, sintiendo la impotencia de lo poco que
podemos hacer.
Lo que ocurre después en el texto, es que: “Todos
sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre
nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. Quedaron desconcertados, pero más allá
de ver él poder de Jesús sobre la muerte, aprendieron que hay que luchar contra
todo mal, secar las lágrimas, poner el hombro. Con la certeza, de que en medio
de nosotros, está el que es “capaz de sacar nuestras vidas del abismo” y dar
sentido con su sufrimiento al nuestro. No en vano Lucas (6,21), en el capítulo
anterior, nos dice: “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis” y parece
que no es cuestión de esperar a llegar a la Casa del Padre.
“Dios ha visitado a su pueblo” y es necesario confiar y
creer en esa lectura del Apocalipsis que solemos leer en los funerales: “Ésta
es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su
pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus
ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo
ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo”. Y es
que Dios, no quiere que nadie llore o que viva en el desconsuelo y la
desolación.
Celebramos ayer sábado, la Fiesta del Corazón de María, ella
también perdió a su único hijo, una espada atravesó su corazón de Madre. Cuando
le entregaron a su hijo al pie de la cruz, al contrario que las dos viudas de
la liturgia de hoy, estaba muerto, pero aprendió a fiarse a contramano, fue
capaz de creer en la resurrección. Pedimos que nos enseñe a mirar a Jesús, a
mirar la vida, los acontecimientos, las informaciones… que en ocasiones sólo
nos hablan de muerte, con la esperanza puesta en Dios.
(Julio César Rioja, cmf)
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