Sabiduría 12, 13.16-19: “Al pecador le das tiempo
para que se arrepienta”
Salmo 85: “Tú, Señor, eres bueno y clemente”
Romanos 8, 26-27: “El Espíritu intercede por nosotros con gemidos
que no pueden expresarse con palabras”
San Mateo 13, 24-43: “Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de
la cosecha”
¿Hay mucha maldad en el mundo? ¿Nos provoca desaliento y
tenemos la tentación de abandonar la misión evangelizadora? ¿Los otros tienen
la culpa? Entre las muchas novedades que nos ofrece el Papa Francisco, está su
invitación al optimismo pero también a quitarnos esa aureola de bondad y
santidad que muchas veces los católicos nos autoimponemos, mirando
farisaicamente y con recelo a los demás. “Nosotros los buenos, ellos…”. Es
frecuente dividir, hasta la ridiculez, el mundo, la historia y las sociedades
en buenos y malos. Los que piensan distinto a nosotros, los que son de otro
grupo o religión, los de diferentes partido… no solamente son “los otros”, con
frecuencia son considerados perversos, separados y en extremos opuestos. Han
cometido el delito de ser diferentes. Se multiplican las historias de Caín y
Abel: atacar al otro simplemente porque es distinto. Las actuales guerras, los
conflictos internacionales, las diferencias políticas, son casi imposibles de
resolver porque no aceptamos las razones de los otros, porque los juzgamos
incapaces de tener algo
bueno y se condena a priori cualquier propuesta o
posible solución que los otros presentan. Cuando se parte de la condenación y
la descalificación del otro, es imposible encontrar la paz. La parábola de la
cizaña tiene sus grandes enseñanzas: es realidad el mal en nuestra vida, no
podemos arrancar al otro simplemente porque a nosotros nos parezca mal, sólo
hay un verdadero juez que en el momento justo develará la verdad…
Jesús hoy nos conduce muy suavemente para hacernos caer en
cuenta de esta actitud condenatoria y nos narra tres parábolas muy sencillas.
Cada una diferente pero cada una complementaria con la otra. Con la parábola
del trigo y la cizaña, Jesús nos enseña que Dios está en todas partes y que a
todos acoge, y lo expresa despertando el respeto por los demás, alentando la
paciencia y fortaleciendo la esperanza en que habrá un día en que se puedan
alcanzar niveles de justicia, de igualdad y de paz. Pero el camino no es
exterminando, destruyendo, sino respetando procesos y diferencias. Una parábola
contra la discriminación y también una autorreflexión y reconocimiento del mal
que está no sólo en nuestro mundo, sino en nuestra propia persona. Tenemos que
reconocer que en el corazón de cada uno de nosotros descubrimos grandes
riquezas, pero también hay graves errores, tropiezos, egoísmos y
equivocaciones. Nos cuesta mucho discernir los propios sentimientos, los
afectos y las acciones. Es fácil reconocer los defectos de los demás pero ¡qué
difícil es reconocer nuestras propias deficiencias! También nos ayuda esta
parábola a cuestionarnos sobre el bien y el mal, porque adoptamos dos actitudes
extremas: pesimismo creyendo que todo es pecado y maldad; o por el contrario
tenemos esa tendencia actual a disculpar todo y caminar como si cada quien
pudiera hacer lo que le venga en gana sin importar si es bueno o malo. Y Jesús
nos recuerda que en el mundo también hay el mal y que no lo podemos llamar
“bien”, pero que también existe el bien y al final resplandecerá.
Para los pesimistas añade la parábola de la semilla de
mostaza: pequeña pero bella y alentadora. Con palabras sencillas nos enseña en
la teoría lo que Jesús sabe vivir en la práctica. Muchos de sus seguidores al
mirar lo poco que hace, el reducido campo de acción, los pocos éxitos que
obtiene, se cuestionan si Jesús será verdaderamente el Mesías. Hoy sucede
igual. Muchos cristianos pretenden irse por el camino fácil de la propaganda
más que por el camino de la vida; interesa más la cantidad que la calidad;
impresionan más las exhibiciones que la profundidad del Evangelio. A algunos
les parecería que Jesús debe endulzar y aligerar un poco su doctrina con tal de
tener más seguidores. Pero Jesús es muy claro y nos lo repite en esta parábola:
se necesita profundidad, se necesita apertura para recibir la semilla, se
necesita paciencia para dejarla crecer y se necesita constancia para que dé
fruto. ¿Qué dice Jesús a la Iglesia de hoy con esta parábola?
Y para no dejarnos con dudas la parábola de la levadura
continúa y profundiza el mismo tema: el Evangelio no se trata de conquista,
sino de contagiar. No vamos a enseñar sino a participar, y, sobre todo, el
resultado dependerá no sólo de nuestras acciones, sino del don del Señor, pero
también es fundamental nuestra actitud y compromiso. La ley de la resonancia
también se da en el Evangelio. Una pequeña acción positiva desencadena un
sinnúmero de cosas buenas; una omisión, una actitud negativa, afectará
gravemente, no sólo a nuestra persona, sino a nuestra comunidad. El Reino debe
implicar para el discípulo de Jesús una acción transformadora en la vida
cotidiana, que llegue hasta lo más profundo de la persona humana. Es un llamado
constante y permanente a construir e influir en las estructuras de la sociedad
para crear un mundo más justo, más hermano y más comprensivo. Se trata de
cambiarlo desde dentro y entonces cambiarán las estructuras, se necesita un
cambio de corazón… pero si nosotros no cambiamos ¿cómo transformar el mundo?
Son tres pequeñas parábolas que dejan, o que deberían dejar,
una gran inquietud en cada uno de nosotros. Conscientes de que en nuestro
propio interior encontramos esa dualidad del bien y el mal, ¿cómo actuamos
frente a los que son diferentes o con nosotros mismos cuando nos descubrimos
pecadores? ¿Cuánta paciencia tenemos a los demás y nos tenemos a nosotros
mismos? ¿Somos semilla de mostaza, levadura o somos solamente palabrería y
llamarada de petate? Son tres parábolas que debemos sembrar en nuestro
pensamiento y en nuestro corazón y dejarlas que crezcan arriesgándonos a las
consecuencias.
Míranos, Señor, con amor y multiplica en nosotros los
dones de tu gracia para que, llenos de fe, esperanza y caridad, permanezcamos
siempre fieles en el cumplimiento de tus mandatos. Amén.
(Fuente: zenit.org)
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