Las aclamaciones de la entrada en Jerusalén y la
humillación de Jesús. Los gritos de fiesta y el ensañamiento feroz. Este doble
misterio acompaña cada año la entrada en la Semana Santa, en los dos momentos
característicos de esta celebración: la procesión con las palmas y los ramos de
olivo, al principio, y luego la lectura solemne de la narración de la Pasión.
Dejemos que esta acción animada por el Espíritu Santo nos
envuelva, para obtener lo que hemos pedido en la oración: acompañar con fe a
nuestro Salvador en su camino y tener siempre presente la gran enseñanza de su
Pasión como modelo de vida y de victoria contra el espíritu del mal.
Jesús nos muestra cómo hemos de afrontar los momentos
difíciles y las tentaciones más insidiosas, cultivando en nuestros corazones
una paz que no es distanciamiento, no es impasividad o creerse un superhombre,
sino que es un abandono confiado en el Padre y en su voluntad de salvación, de
vida, de misericordia; y, en toda su misión, pasó por la tentación de “hacer su
trabajo” decidiendo él el modo y desligándose de la obediencia al Padre. Desde
el comienzo, en la lucha de los cuarenta días en el desierto, hasta el final en
la Pasión, Jesús rechaza esta tentación mediante la confianza obediente en el
Padre.
También hoy, en su entrada en Jerusalén, nos muestra el
camino. Porque en ese evento el maligno, el Príncipe de este mundo, tenía una
carta por jugar: la carta del triunfalismo, y el Señor respondió permaneciendo
fiel a su camino, el camino de la humildad.
El triunfalismo trata de llegar a la meta mediante
atajos, compromisos falsos. Busca subirse al carro del
ganador. El triunfalismo
vive de gestos y palabras que, sin embargo, no han pasado por el crisol de la
cruz; se alimenta de la comparación con los demás, juzgándolos siempre como
peores, con defectos, fracasados... Una forma sutil de triunfalismo es la
mundanidad espiritual, que es el mayor peligro, la tentación más pérfida que
amenaza a la Iglesia (De Lubac). Jesús destruyó el triunfalismo con su Pasión.
El Señor realmente compartió y se regocijó con el pueblo,
con los jóvenes que gritaban su nombre aclamándolo como Rey y Mesías. Su
corazón gozaba viendo el entusiasmo y la fiesta de los pobres de Israel. Hasta
el punto que, a los fariseos que le pedían que reprochara a sus discípulos por
sus escandalosas aclamaciones, él les respondió: «Os digo que, si estos callan,
gritarán las piedras» (Lc 19,40). Humildad no significa negar la realidad, y
Jesús es realmente el Mesías, el Rey.
Pero al mismo tiempo, el corazón de Cristo está en otro
camino, en el camino santo que solo él y el Padre conocen: el que va de la
«condición de Dios» a la «condición de esclavo», el camino de la humillación en
la obediencia «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Él sabe que
para lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio a Dios; y para dejar
espacio a Dios solo hay un modo: el despojarse, el vaciarse de sí mismo.
Callar, rezar, humillarse. Con la cruz no se puede negociar, o se abraza o se
rechaza. Y con su humillación, Jesús quiso abrirnos el camino de la fe y
precedernos en él.
Tras él, la primera que lo ha recorrido fue su madre,
María, la primera discípula. La Virgen y los santos han tenido que sufrir para
caminar en la fe y en la voluntad de Dios. Ante los duros y dolorosos
acontecimientos de la vida, responder con fe cuesta «una particular fatiga del
corazón» (cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptoris Mater, 17). Es la noche
de la fe. Pero solo de esta noche despunta el alba de la resurrección.
Al pie de la cruz, María volvió a pensar en las palabras
con las que el Ángel le anunció a su Hijo: «Será grande [...]; el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre,
y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). En el Gólgota, María se enfrenta a la
negación total de esa promesa: su Hijo agoniza sobre una cruz como un criminal.
Así, el triunfalismo, destruido por la humillación de Jesús, fue igualmente
destruido en el corazón de la Madre; ambos supieron callar.
Precedidos por María, innumerables santos y santas han
seguido a Jesús por el camino de la humildad y la obediencia. Hoy, Jornada
Mundial de la Juventud, quiero recordar a tantos santos y santas jóvenes,
especialmente a aquellos “de la puerta de al lado”, que solo Dios conoce, y que
a veces a él le gusta revelarnos por sorpresa.
Queridos jóvenes, no se avergüencen de mostrar su entusiasmo por Jesús, de gritar
que él vive, que es su vida. Pero al mismo tiempo, no tengan miedo de seguirlo
por el camino de la cruz. Y cuando sientan que les pide que renuncien a ustedes
mismos, que se despojen de sus seguridades, que se confíen por completo al
Padre que está en los cielos, entonces alégrense y regocíjense. Están en el
camino del Reino de Dios.
Aclamaciones de fiesta y furia feroz; el silencio de
Jesús en su Pasión es impresionante. Vence también a la tentación de responder,
de ser “mediático”. En los momentos de oscuridad y de gran tribulación hay que
callar, tener el valor de callar, siempre que sea un callar manso y no
rencoroso. La mansedumbre del silencio hará que parezcamos aún más débiles, más
humillados, y entonces el demonio, animándose, saldrá a la luz. Será necesario
resistirlo en silencio, “manteniendo la posición”, pero con la misma actitud
que Jesús.
Él sabe que la guerra es entre Dios y el Príncipe de este
mundo, y que no se trata de poner la mano en la espada, sino de mantener la
calma, firmes en la fe. Es la hora de Dios. Y en la hora en que Dios baja a la
batalla, hay que dejarlo hacer. Nuestro puesto seguro estará bajo el manto de
la Santa Madre de Dios. Y mientras esperamos que el Señor venga y calme la
tormenta (cf. Mc 4,37-41), con nuestro silencioso testimonio en oración, nos
damos a nosotros mismos y a los demás razón de nuestra esperanza (cf. 1 P
3,15). Esto nos ayudará a vivir en la santa tensión entre la memoria de las
promesas, la realidad del ensañamiento presente en la cruz y la esperanza de la
resurrección.
Francisco
(Homilía de la Misa
de Domingo de Ramos 2019)
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