LA PAZ COMO CAMINO DE ESPERANZA:
DIÁLOGO, RECONCILIACIÓN Y CONVERSIÓN ECOLÓGICA
1. La paz, camino de esperanza ante los obstáculos y las
pruebas
La paz, como objeto de nuestra esperanza, es un bien
precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una actitud
humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier situación
difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar
seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo
del camino»[1]. En este sentido, la esperanza
es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando
los obstáculos parecen insuperables.
Nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y en la
carne, los signos de las guerras y de los conflictos que se han producido, con
una capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar especialmente a
los más pobres y a los más débiles. Naciones enteras se afanan también por
liberarse de las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el
odio y la violencia. Todavía hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos
se les niega la dignidad, la integridad física, la libertad, incluida la
libertad religiosa, la solidaridad comunitaria, la esperanza en el futuro.
Muchas víctimas inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la
exclusión, del duelo y la injusticia, por no decir los traumas resultantes del
ensañamiento sistemático contra su pueblo y sus seres queridos.
Las terribles pruebas de los conflictos civiles e
internacionales, a menudo agravados por la violencia sin piedad, marcan durante
mucho tiempo el cuerpo y el alma de la humanidad. En realidad, toda guerra se
revela como un fratricidio que destruye el mismo proyecto de fraternidad,
inscrito en la vocación de la familia humana.
Sabemos que la guerra a menudo comienza por la
intolerancia a la diversidad del otro, lo que fomenta el deseo de posesión y la
voluntad de dominio. Nace en el corazón del hombre por el egoísmo y la
soberbia, por el odio que instiga a destruir, a encerrar al otro en una imagen
negativa, a excluirlo y eliminarlo. La guerra se nutre de la perversión de las
relaciones, de las ambiciones hegemónicas, de los abusos de poder, del
miedo al
otro y la diferencia vista como un obstáculo; y al mismo tiempo alimenta todo
esto.
Es paradójico, como señalé durante el reciente viaje a
Japón, que «nuestro mundo vive la perversa dicotomía de querer defender y
garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por
una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina por envenenar las
relaciones entre pueblos e impedir todo posible diálogo. La paz y la
estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de fundarse sobre
el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total; sólo
es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de
un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda
la familia humana de hoy y de mañana»[2].
Cualquier situación de amenaza alimenta la desconfianza y
el repliegue en la propia condición. La desconfianza y el miedo aumentan la
fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso
que nunca puede conducir a una relación de paz. En este sentido, incluso la
disuasión nuclear no puede crear más que una seguridad ilusoria.
Por lo tanto, no podemos pretender que se mantenga la
estabilidad en el mundo a través del miedo a la aniquilación, en un equilibrio
altamente inestable, suspendido al borde del abismo nuclear y encerrado dentro
de los muros de la indiferencia, en el que se toman decisiones socioeconómicas,
que abren el camino a los dramas del descarte del hombre y de la creación, en
lugar de protegerse los unos a los otros[3]. Entonces, ¿cómo construir un
camino de paz y reconocimiento mutuo? ¿Cómo romper la lógica morbosa de la
amenaza y el miedo? ¿Cómo acabar con la dinámica de desconfianza que prevalece
actualmente?
Debemos buscar una verdadera fraternidad, que esté basada
sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la confianza
recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el corazón del hombre
y no debemos resignarnos a nada menos que esto.
2. La paz, camino de escucha basado en la memoria, en la
solidaridad y en la fraternidad
Los Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos
atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se encuentran entre quienes mantienen hoy
viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones
venideras el horror de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento
indescriptible que continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y
preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia
humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y
destrucción: «No podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones
pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para
construir un futuro más justo y más fraterno»[4].
Como ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a las
generaciones futuras el servicio esencial de la memoria, que debe mantenerse no
sólo para evitar cometer nuevamente los mismos errores o para que no se vuelvan
a proponer los esquemas ilusorios del pasado, sino también para que esta, fruto
de la experiencia, constituya la raíz y sugiera el camino para las decisiones
de paz presentes y futuras.
La memoria es, aún más, el horizonte de la esperanza:
muchas veces, en la oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo de un pequeño
gesto de solidaridad recibido puede inspirar también opciones valientes e
incluso heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar una nueva
esperanza tanto en los individuos como en las comunidades.
Abrir y trazar un camino de paz es un desafío muy
complejo, en cuanto los intereses que están en juego en las relaciones entre
personas, comunidades y naciones son múltiples y contradictorios. En primer
lugar, es necesario apelar a la conciencia moral y a la voluntad personal y
política. La paz, en efecto, brota de las profundidades del corazón humano y la
voluntad política siempre necesita revitalización, para abrir nuevos procesos
que reconcilien y unan a las personas y las comunidades.
El mundo no necesita palabras vacías, sino testigos convencidos,
artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación. De
hecho, no se puede realmente alcanzar la paz a menos que haya un diálogo
convencido de hombres y mujeres que busquen la verdad más allá de las
ideologías y de las opiniones diferentes. La paz «debe edificarse
continuamente»[5], un camino que hacemos juntos buscando siempre el bien común
y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes. El
conocimiento y la estima por los demás también pueden crecer en la escucha
mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un hermano.
Por tanto, el proceso de paz es un compromiso constante
en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que
honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza
común, más fuerte que la venganza. En un Estado de derecho, la democracia puede
ser un paradigma significativo de este proceso, si se basa en la justicia y en
el compromiso de salvaguardar los derechos de cada uno, especialmente si es
débil o marginado, en la búsqueda continua de la verdad[6]. Es una construcción
social y una tarea en progreso, en la que cada uno contribuye responsablemente
a todos los niveles de la comunidad local, nacional y mundial.
Como resaltaba san Pablo VI: «La doble aspiración hacia
la igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad
democrática. […] Esto indica la importancia de la educación para la vida en
sociedad, donde, además de la información sobre los derechos de cada uno, sea
recordado su necesario correlativo: el reconocimiento de los deberes de cada
uno de cara a los demás; el sentido y la práctica del deber están mutuamente
condicionados por el dominio de sí, la aceptación de las responsabilidades y de
los límites puestos al ejercicio de la libertad de la persona individual o del
grupo»[7].
Por el contrario, la brecha entre los miembros de una
sociedad, el aumento de las desigualdades sociales y la negativa a utilizar las
herramientas para el desarrollo humano integral ponen en peligro la búsqueda
del bien común. En cambio, el trabajo paciente basado en el poder de la palabra
y la verdad puede despertar en las personas la capacidad de compasión y
solidaridad creativa.
En nuestra experiencia cristiana, recordamos
constantemente a Cristo, quien dio su vida por nuestra reconciliación (cf. Rm
5,6-11). La Iglesia participa plenamente en la búsqueda de un orden justo, y
continúa sirviendo al bien común y alimentando la esperanza de paz a través de
la transmisión de los valores cristianos, la enseñanza moral y las obras
sociales y educativas.
3. La paz, camino de reconciliación en la comunión
fraterna
La Biblia, de una manera particular a través de la
palabra de los profetas, llama a las conciencias y a los pueblos a la alianza
de Dios con la humanidad. Se trata de abandonar el deseo de dominar a los demás
y aprender a verse como personas, como hijos de Dios, como hermanos. Nunca se
debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser
considerado por la promesa que lleva dentro de él. Sólo eligiendo el camino del
respeto será posible romper la espiral de venganza y emprender el camino de la
esperanza.
Nos guía el pasaje del Evangelio que muestra el siguiente
diálogo entre Pedro y Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces
tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta: “No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22). Este camino
de reconciliación nos llama a encontrar en lo más profundo de nuestros
corazones la fuerza del perdón y la capacidad de reconocernos como hermanos y
hermanas. Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de
convertirnos en mujeres y hombres de paz.
Lo que afirmamos de la paz en el ámbito social vale
también en lo político y económico, puesto que la cuestión de la paz impregna
todas las dimensiones de la vida comunitaria: nunca habrá una paz verdadera a
menos que seamos capaces de construir un sistema económico más justo. Como
escribió hace diez años Benedicto XVI en la Carta encíclica Caritas in
veritate: «La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la
mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias
de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la
apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica
caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión» (n. 39).
4. La paz, camino de conversión ecológica
«Si una mala comprensión de nuestros propios principios a
veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio
despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la
violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido
infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar»[8].
Ante las consecuencias de nuestra hostilidad hacia los
demás, la falta de respeto por la casa común y la explotación abusiva de los
recursos naturales —vistos como herramientas útiles únicamente para el
beneficio inmediato, sin respeto por las comunidades locales, por el bien común
y por la naturaleza—, necesitamos una conversión ecológica.
El reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva a renovar
la llamada a una relación pacífica entre las comunidades y la tierra, entre el
presente y la memoria, entre las experiencias y las esperanzas.
Este camino de reconciliación es también escucha y
contemplación del mundo que Dios nos dio para convertirlo en nuestra casa
común. De hecho, los recursos naturales, las numerosas formas de vida y la
tierra misma se nos confían para ser “cultivadas y preservadas” (cf. Gn 2,15)
también para las generaciones futuras, con la participación responsable y
activa de cada uno. Además, necesitamos un cambio en las convicciones y en la
mirada, que nos abra más al encuentro con el otro y a la acogida del don de la
creación, que refleja la belleza y la sabiduría de su Hacedor.
De aquí surgen, en particular, motivaciones profundas y
una nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con otros desde
la propia diversidad, de celebrar y respetar la vida recibida y compartida, de
preocuparse por las condiciones y modelos de sociedad que favorecen el
florecimiento y la permanencia de la vida en el futuro, de incrementar el bien
común de toda la familia humana.
Por lo tanto, la conversión ecológica a la que apelamos
nos lleva a tener una nueva mirada sobre la vida, considerando la generosidad
del Creador que nos dio la tierra y que nos recuerda la alegre sobriedad de
compartir. Esta conversión debe entenderse de manera integral, como una
transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas,
con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica, con el
Creador que es el origen de toda vida. Para el cristiano, esta pide «dejar
brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones
con el mundo que los rodea»[9].
5. Se alcanza tanto cuanto se espera[10]
El camino de la reconciliación requiere paciencia y
confianza. La paz no se logra si no se la espera.
En primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de
la paz, de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto,
podemos inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor
liberador, ilimitado, gratuito e incansable.
El miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo
tanto, es importante ir más allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos
hijos necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo
pródigo (cf. Lc 15,11-24). La cultura del encuentro entre hermanos y hermanas
rompe con la cultura de la amenaza. Hace que cada encuentro sea una posibilidad
y un don del generoso amor de Dios. Nos guía a ir más allá de los límites de
nuestros estrechos horizontes, a aspirar siempre a vivir la fraternidad universal,
como hijos del único Padre celestial.
Para los discípulos de Cristo, este camino está sostenido
también por el sacramento de la Reconciliación, que el Señor nos dejó para la
remisión de los pecados de los bautizados. Este sacramento de la Iglesia, que
renueva a las personas y a las comunidades, nos llama a mantener la mirada en
Jesús, que ha reconciliado «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20); y nos pide que depongamos
cualquier violencia en nuestros pensamientos, palabras y acciones, tanto hacia
nuestro prójimo como hacia la creación.
La gracia de Dios Padre se da como amor sin condiciones.
Habiendo recibido su perdón, en Cristo, podemos ponernos en camino para
ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Día tras día, el Espíritu
Santo nos sugiere actitudes y palabras para que nos convirtamos en artesanos de
la justicia y la paz.
Que el Dios de la paz nos bendiga y venga en nuestra
ayuda.
Que María, Madre del Príncipe de la paz y Madre de todos
los pueblos de la tierra, nos acompañe y nos sostenga en el camino de la
reconciliación, paso a paso.
Y que cada persona que venga a este mundo pueda conocer
una existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que
lleva consigo.
Vaticano, 8 de diciembre de 2019
Francisco
[1] Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi (30 noviembre
2007), 1.
[2] Discurso sobre las armas nucleares, Nagasaki, Parque
del epicentro de la bomba atómica, 24 noviembre 2019.
[3] Cf. Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013.
[4] Encuentro por la paz, Hiroshima, Memorial de la Paz,
24 noviembre 2019.
[5]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 78.
[6] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los dirigentes de las
asociaciones cristianas de trabajadores italianos, 27 enero 2006.
[7] Carta. ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 24.
[8] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 200.
[9] Ibíd., 217.
[10] Cf. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, II, 21, 8.
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