Hoy recordamos un año más del fallecimiento de nuestro querido Padre Fundador, y comenzamos a prepararnos para celebrar los 150 años de aquel hecho.
Para hacer memoria de su Pascua hemos querido compartir con uds su desenlace según el libro "Brasa entre cenizas". A continuación el texto del capítulo final de dicho libro.
Capítulo XVIII: "En las manos de Dios"
Los últimos meses de su vida los vivió el padre Francisco
dedicado de lleno a sus afanes de fundador.
Comprendía que, al fin de cuentas, de todos los grandes sueños que
acarició en su vida, era este el único que podía convertirse en espléndida
realidad.
Sirvió de gran consuelo a su corazón torturado por tantos
desengaños y herido y amargado por las incomprensiones humanas el que, por fin,
su hija predilecta, la Hermana Juana, se había entregado de lleno a su obra,
tal y como él ahora la concebía, y había dejado completamente aparte sus sueños
de contemplativa. En las últimas cartas
que le dirigió el Padre se echa de menos la preocupación por sus problemas
internos, pero aparece con claridad que estaban completamente compenetrados en
todo lo referente a la marcha de la Congregación, sin que quede resto alguno de
las pasadas discusiones. El Padre ordena y la Hermana Juana no hace más que
cumplimentar sus órdenes y transmitirlas a sus compañeras. Pero eso mismo indica que están más
compenetrados que nunca.
Precisamente el
último acto de apostolado llevado a cabo por el Padre fue el acompañar a la Hermana
Juana a Calasanz para asistir a los apestados y prestarles asistencia
espiritual. Sucedía esto en la última
semana de febrero de 1872.
Por entonces parece que intuía la proximidad de su muerte y quiso visitar por última vez su Aytona natal, despidiéndose de las Hermanas y Hermanos que allí dejaba fundados para recuerdo perenne y
dándoles los últimos consejos. De allí pasó a Barcelona, que continuaba siendo el centro de sus ya reducidas actividades, obstaculizadas por la actitud francamente hostil del Vicario Capitular. Llamado para
asistir a un “endemoniado”, se dirigió a
Tarragona el día 10 de marzo. En el camino tuvo la sensación de que el demonio
le hería de muerte y se sintió gravemente enfermo. Inmediatamente se dirigió a la casa donde
habitaban las Hermanas en la calle de la Misericordia.
- ¡He venido para que me curéis mis llagas! -les dijo
- ¡Padre, qué cosas tiene! ¡si está sano y colorado! -
replicaron las Hermanas.
- ¡Sí, tenéis que curarme! –insistió.
Presto se vió
obligado a acostarse, y llamado el Dr Guarch, diagnosticó una pulmonía. La
fiebre fue creciendo y no tardó el enfermo en percatarse de que no había
remedio, por lo que él mismo pidió los últimos sacramentos, confesándose con el
Capellán de la vecina iglesia de San Juan.
Durante su
enfermedad fue un dechado de paciencia, de penitencia y de fervor. ¡Lástima es
que sus Hijas, por timidez o cortedad, no nos hayan transmitido las impresiones
de aquellos días tan decisivos y que ellas vivieron con tan intensa emoción!
No podía faltar el
demonio a su última cita y hasta parece que el padre Francisco pronunciaba con
frecuencia la fórmula de los exorcismos para ahuyentarlo. En el último combate
se encomendó de una manera especial a los que durante toda su vida habían sido
sus protectores, la Santísima Virgen, San José y San Elías. Sus Hijas le
acompañaron en las fervorosas súplicas que les dirigía.
Mantuvo hasta el
final su espíritu de penitencia aguantando impasible los remedios que le
aplicaban y que le causaron llagas en el cuerpo. Sentía un consuelo inmenso por
haber vivido siempre pobre, ya que de esta forma nada tenía que abandonar en la
muerte. Y, sobre todo, resplandeció su amor a la Eucaristía, a ese cuerpo
sacramentado de Cristo que mantiene íntimamente Unidos a todos los miembros de
su cuerpo místico y en el que desahogaba todo su amor para con la iglesia no
quería ningún otro alimento.
En aquellos días pasaron por su mente todos los trabajos
que por la Iglesia había sufrido, mas también los conflictos con los Obispos a
que había dado lugar su manera de proceder, y sintió una lucha terrible en su
interior. Mas de una cosa estaba cierto, y es de su absoluta sumisión a su
voluntad. Por ello exclamaba como para consolarse en aquella hora:
“No me he apartado nunca (de ella) en lo más
mínimo. En mis opiniones he sujetado siempre mi juicio sin tener más interés
que el de la gloria divina”.
Poco antes de
morir se le oyó exclamar:
“¡Dios mío, me habéis
tocado la suerte…!”
¡Pobre padre
Francisco! Desde joven había anhelado el martirio, se había ofrecido a Dios,
víctima por los pecados del mundo, y Dios no había escuchado su ruego,
sacándolo ileso de todos los peligros. Su amor a la Iglesia, ese amor que llena
su vida por entero, y que es el alma de todas sus empresas, le impulsó siempre
a soñar cosas grandes, gestos heroicos, algo que demostrara que estaba
dispuesto, por su Amada, a arrostrar todos los peligros y a gastar la vida en
su servicio, agotando por su amor hasta las últimas energías de su ser. Pero Ella,
la Iglesia, su Amada, se había complacido más bien en irle arrancando una por
una todas las rosas de sus sueños para arrojarlas deshojadas a sus pies con
aparente desprecio. Ahora le iba a arrebatar su última ilusión trocando la rosa
roja del martirio que tantas veces creyó tener entre sus manos en una vulgar
pulmonía, su éxtasis de amor en delirio de febricitante y el cuchillo del
verdugo en ventosas y sangrías.
No moría tampoco
en la soledad, como había también suplicado al Señor, a solas con su Amada.
Siete rostros femeninos se inclinaban llorosos sobre su cuerpo maltrecho,
intentando impotentes arrebatarlo a la muerte.
Pero aquel cuerpo
estaba exhausto y no era capaz de reaccionar. Había gastado sus fuerzas en las
horribles penitencias de Mondesir y de Cantayrac y ahora se extinguía sin
remedio.
Antes de morir
habló a sus Hijas. Les predijo humillaciones, desprecios, sufrimientos de que
su vida había sido tan fecunda y que no debían extrañarse si es que pasaba a
ellas como la más rica de las herencias.
Algunos años antes
había comentado, en una obrita titulada “la Iglesia Triunfante” aquellas
palabras que al morir pronunció Santa Teresa:
“Al fin, soy hija
de la Iglesia”. Y exclamó conmovido:
“¡Cuán dulce, cuán
agradable, cuán deleitoso debe ser al reposo en los brazos de una Madre Virgen
y tan pura como es la Iglesia Triunfante, después de los trastornos y
convulsiones de la vida presente!”
Él podía estar satisfecho, se había portado como luchador
incansable. Le había tocado siempre la peor parte, al menos desde el punto de
vista humano, ya que Dios no le había concedido nunca gustar plenamente las
mieles de la victoria. A los ojos de los hombres había aparecido más bien como
un soñador, un iluso, un pobre derrotado. Pero podía morir tranquilo, porque
sabía que la Iglesia, su Amada, no buscaba los brillos aparentes, sino que
pedía amor, sólo amor, y él se lo había ofrendado hasta enloquecer por Ella y
no había conocido otro amador ni vivido más que para la Iglesia.
Este amor le había
impulsado a soñar y a intentar realizar sus sueños de enamorado, pero Dios se
había complacido en destruirlos reduciendo a cenizas todos sus intentos. Mas
entre las cenizas de sus fracasos siempre había permanecido su alma, como brasa
encendida, consumiéndose en aras de su único amor. Ahora el Espíritu Divino iba
a aventar todas estas cenizas y sólo quedaría la brasa que arrojada en el horno
del amor infinito, eternamente no tendría otra misión que llamear y prender en
las almas modeladas por la suya la llama de la infinita caridad.
No podía temblar
de miedo en aquella hora en que iba a contemplar a su Amada, no bajo los velos
de Judith, Esther, Raquel o María, sino en la realidad sin sombras, en el “cara
a cara” de la visión beatífica. Por ello, después de besar repetidamente su
arma de combate, el crucifijo, fue cerrando sus ojos lentamente mientras una
graciosa sonrisa se dibujaba en sus labios, la sonrisa causada por la hermosura
infinita que comenzaba a descubrírsele, y que cambiaba su suerte, trocando las
tinieblas de la vida terrena por la luz esplendorosa de la Patria Celestial,
del Reino de Cristo, y Reino de la Iglesia militante.
Era “el día 20 de
marzo de 1872, miércoles, día de San Aniceto, estando la luna a las 4 días de
su cuarto creciente y a las 7:30 de la mañana”.
En torno de su
lecho de muerte lloraban sin consuelo sus Hijas, que habían puesto en el toda
su confianza y sentían ahora profundo desamparo. El Hermano José Pedró Canudas
y el Padre Juan Nogués las contemplaban en silencio, inciertos ante el futuro
de su obra. Dejaba su Congregación inacabada, sin terminar de unir por completo
los espíritus, sin contrastar las Reglas que definitivamente había aplicado, y,
sin embargo, no sintió por ello angustia a la hora de su muerte. “Vuestra obra es la mía, y la vuestra y la
mía es la de Dios”, les había dicho, y sabía que al morir él, quedaba Dios como
Director y como promotor te llevaría a buen término su empresa. “No quiero dos familias”, escribió un día expresando el más ardiente
deseo de su corazón; pero aquí Dios también le cambiaba la suerte realizando el
milagro de hacer que brotaran de su espíritu dos familias que llevan sus los
rasgos de su Padre y han heredado la llama de amor inextinguible hacia la Iglesia
Santa, hacia ese Cristo Místico a cuyo servicio les enseñó entregarse por
entero, convirtiéndolo en el Esposo único de su corazón.
Así transformó
Dios la “Sinfonía inconclusa” en su obra maestra, y su recio espíritu de
auténtico Carmelita, como célula viva que al morir se divide en dos partes
iguales, ha quedado plasmado en dos familias religiosas que marchan por la vida
por sendas parecidas, con idéntico impulso y unas mismas virtudes heredadas del
Padre: son como dos líneas que corren paralelas para converger siempre en el
infinito que es Dios.
El Padre Francisco
al contemplarlas desde el cielo, las ve en la proyección del infinito con una
misma y auténtica realidad, reconociendo en ellas… “la obra de Dios”.
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