Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas. Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda atención pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles para alejar de sí el ruido de las olas al objeto de poder oír las campanas… Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.
Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras… tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado y retornó al desaliento. Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda.
Regresaría a su casa y reconocería su fracaso.
Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, para decir adiós al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el ruido del mar. Aquél día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido dulce y agradable. Pronto quedó tan absorto en aquél sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón…
¡Y en medio de aquél silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra… Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.
REFLEXIONEMOS
La escucha encierra sus propios secretos para aquel que sabe desnudarse ante ella, supone estar abiertos, atentos, acallando aquello que nos impide reconocer la voz suave de Dios que habla en silencio, por tanto, la escucha depende de estar ahí, entero, permitiendo que cada realidad nos hable su propio lenguaje.
AHORA PODEMOS PREGUNTARNOS...
1. ¿Cuáles son los ruidos que percibo a diario, en mi vida?
2. ¿Cuáles son las voces que más escucho?
3. ¿Qué importancia tiene el silencio en la búsqueda de la Voluntad de Dios?
4. ¿Es posible escuchar a Dios sin buscar el espacio, el tiempo, el silencio necesarios?
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