Dios lo abandonó para probarlo
y descubrir todo lo que tenía
en su corazón
(2 Cron 32, 31).
Frente al misterio del pecado, muchas veces sube en nosotros
esa pregunta: ¿por qué Dios lo abandonó? Y si la experiencia de pecado se ha dado en nosotros,
entonces se hace mucho más quemante la pregunta: Señor, ¿por qué me abandonaste
? ¿por qué dejás que mi corazón se extravíe lejos de vos? como dice Isaías
hablando de su pueblo en el capítulo 63, 17.
Pienso que nuestro corazón es mucho más ancho de lo que
nosotros pensamos. Nosotros hemos alambrado un retazo de nuestro corazón y
pretendemos allí vivir nuestra fidelidad a Dios. Nos hemos decidido a cultivar
sólo un trozo de nuestra tierra fértil. Y hemos dejado sin recorrer lo
cañadones de nuestra entera realidad humana, el campo bruto que sólo es
pastizal de guarida par a nuestros bichos silvestres. Hemos trabajado con
cariño y con imaginación ese trozo alambrado. Tal vez hemos logrado un jardín
con flores y todo; y para ellos hemos rodeado con un tejido que lo hacía
inaccesible a toda nuestra fauna silvestre. Y nos ha dolido la
sorpresa de ver
una mañana que alguno de los bichos (nuestros pero no reconocidos) ha invadido
nuestro jardín y ha hecho destrozos. Y la dolorosa experiencia de la presencia
de ese bicho nuestro, introducido en nuestra geografía cultivada, llegó incluso
a desanimarnos y a quitarnos las ganas de continuar. Es la experiencia del
corazón sorprendido y dolorido.
Y no pensamos que a lo mejor a Dios también le dolía el
corazón, viendo que tanta tierra que él nos había regalado para vivir en ella
un encuentro con él, había quedado sin cultivar. Que nosotros le habíamos
cerrado el acceso a gran parte de nuestra tierra fértil.
A veces, por ahí, uno de esos salmos (gritador y
polvoriento) sacude alguno de los pajones de nuestro inconsciente, y se
despiertan allí sentimientos que buscan llegar a oración. Pero nosotros
enseguida los espantamos. No queremos que en nuestro diálogo con Dios se mezcle
el canto agreste nuestra fauna lagunera. Quisiéramos mantener a Dios en la
ignorancia de todo aquello que está en nosotros pero que nosotros no aceptamos.
Y es entonces cuando Dios nos obliga a reconocer nuestro
corazón. Dios nos abandona para probarnos y descubrirnos todo lo que hay en
nuestro corazón. Para que urgido por la dura experiencia de nuestro pecado
hagamos llegar hasta sus oídos ese grito pleno de nuestro corazón. Y en esa
dolorosa experiencia empieza a morir nuestra dificultar psicológica de rezar
ciertos salmos. Nosotros no los aceptábamos porque nos sentíamos plenamente
inmunes, puros, totalmente cristianos. Nos parecía que esos salmos eran
“precristianos”. Gritos de una geografía dejada atrás. Pero nuestro pecado nos
llama a la dolorosa realidad de tener que comprobar que la mayor parte de
nuestro corazón debe aún ser evangelizado. Que hasta ahí aún no ha llegado la
buena noticia de que Cristo se hizo hombre, que murió asumiendo nuestro pecado
y que con ellos descendió a los infiernos, para vencer en su propia guarida la
raíz venenosa del pecado y de su compañera la muerte.
Dios podría impedir la quemazón de nuestros pajonales. Y sin
embargo prefiere sembrar más allá de las cenizas, en la tierra fértil que hay
debajo. Dios no impide nuestra muerte; en el surco de nuestra muerte siembra la
resurrección para el más allá.
Porque Dios se ha comprometido con todo nuestro corazón.
Porque nuestro corazón se salva en plenitud, o no se salva nada. Pero Dios es
poderoso. Y lo salvará.
(Publicado en el libro
“La sal de la tierra”, Editorial Patria Grande)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO