Teresa se denominó a sí misma
“flor primaveral”. Pero resultó más; fue la primavera. Efectivamente, fue
sembrada por el Señor en un invierno duro y frío, cuando la idea que prevalecía
de Dios era la de un ser justiciero, distante; su simple nombre infundía temor,
que digo, temor, terror. Era el Dios de los jansenistas, que de una y otra
forma se infiltró en no pocas zonas de la Iglesia católica e inficionaba la
espiritualidad de muchos monasterios incluido el de nuestra dulce Thérèse. Este
mismo Dios prevalecía en muchos lugares de religión protestante.
Aunque el evangelio era la norma
fundamental, en la práctica se utilizaban otros modelos para configurar la fe y la santidad. Y así,
ésta no consistía en vivir cada momento de la vida en la ofrenda total del
corazón, sino en hacer cosas extraordinarias, en la mayor parte de los casos,
inhumanas. De esta forma, la santidad sólo estaba reservada a algunos, a la
gran masa jamás se le ocurría aspirar a ella, confiaban a duras penas en la
salvación. Dios estaba allá lejos, no mirando con ternura la vida de los
hombres, sus hijos, era el juez. La muerte no era el día de la boda (San Juan
de la Cruz), el de la misericordia y del abrazo, sino el del juicio, el día de
la ira: “dies irae”.
Pero es que al mismo evangelio,
cuando se atendía a él, no se le dejaba hablar, se le leía desde parámetros
previos, con “a prioris”. El Dios Abbá, aquel de que habló Jesús, había muerto
en amplias zonas de la Iglesia.
Y surgió lo inesperado, en medio
del invierno, en el corazón de la burguesía francesa, brilló la aurora, que
anunciaba un nuevo Dios. Apareció la primavera. Fuiste la primavera en éxtasis
de aquel invierno gélido que aterrorizaba las conciencias. Tu aurora anunciaba
nuevos amaneceres para la fe, que se debatía en defensa contra las fuerzas de
la modernidad, en vez de avanzar victoriosa y orgullosa. Hasta ti llegaron las
voces de los ateos. Tú te sentaste a la mesa con ellos y te levantaste bella y
triunfante, y el cielo comenzó a llover rosas. Un perfume de aire fresco se
expandió por lo cristiano, y el mundo comenzó a oler a tus flores, a ti.
A tu resplandor se rejuveneció la
vida religiosa, y los claustros se llenaron de jóvenes. Hiciste apasionante la
vida sacerdotal porque tú sentiste también con vehemencia esa vocación. Los
misioneros te percibían en sus venas, que llenabas de ardor. Nos devolviste el
rostro materno y juvenil de Dios, que la pátina del tiempo había endurecido y
envejecido, nos mostraste a la Virgen sencilla y transparente del evangelio,
cuya figura más parecida es el reverberar de tu irresistible rostro.
El Espíritu te invadió, y nada se
resistía a tu paso. Encandilaste a los papas. Uno de ellos te declaró hace poco
tiempo, a ti, tan jovencilla, y que nunca frecuentaste universidad alguna,
contra el parecer de algún sesudo profesor, “Doctora de la Iglesia”. Los
soldados te llevan en su mochila de guerra y algunos dicen que te vieron en las
batallas. Otros contaban las maravillas que hacías en el interior de las
personas, donde como buena maestra y dulce pedagoga les enseñabas a dibujar tu
camino en sus almas. Otros te sentían a su lado como dulce compañera, amiga,
hermana, madre, novia. Te dejaste ver y sentir en lugares dispares. Durante
algún momento incluso eclipsaste a los otros santos. Parecía que sólo tú te
dibujabas en el firmamento de Dios. Parecías la preferida de Él y de los
hombres. Se cumplía lo que habías profetizado en tu lecho de muerte, digo, de
resurrección:”Todo el mundo me amará”. Hasta los incrédulos te admiraban y
escribían libros
sobre ti. Y los mismos políticos
te agasajaban con honores. Se realizaban en ti las palabras de la Virgen:
“Derribó a los potentados de los tronos y ensalzó a los humildes”.
Sé que sigues viva entre
nosotros, y continúas llevando adelante tu propósito de no descansar en tu
trabajo evangelizador hasta que el ángel ponga el punto final al tiempo. Pero
noto como que lo haces con más discreción. Mira, tú sabes bien como está
nuestro tiempo, que no es peor que otros, pero es en el que estamos. En algún
sentido se parece aquel al que tú viniste y trasformaste.
Aunque los teólogos se empeñan en
ver el rostro de Dios como el de un padre, esto no le llega a la gente, que al
ver los enormes sufrimientos que se ciernen sobre nuestra humanidad, le echan
la culpa a Él. Muchos niegan su existencia, y no nos dejan resquicio de
esperanza. Otros abandonan la Iglesia, no sé, si porque ella no se rejuvenece
porque algunos de los más influyentes de sus hijos se empeñan en vestirla de mayor, o porque el hombre
moderno no quiere compromisos.
Los noviciados que tú llenaste,
están vacíos, y da la impresión de que todos los estamentos de la Iglesia se
hallan en crisis. Tengo la sensación de que se ha perdido el gusto de lo
espiritual, o mejor, el gusto de Dios, y
muchos, que parecen sentirlo, lo expresan en formas tales, que se quitan las
ganas de tenerlo.
Se habla mucho de oración, pero
“de la oración sabemos ya casi todo, menos orar”. Me parece que no somos
capaces de incorporar la cultura actual en la comprensión de los misterios. Si
no se dice lo mismo de siempre y casi con las palabras de siempre, no parece
que se está dentro de la fe. Esto, como tú sabes, crea en la gente con sensibilidad un malestar
increíble. Así el evangelio siendo siempre nuevo, no lo parece, y la bella
noticia se convierte no pocas veces en triste noticia.
Tú experimentaste la sequedad
hasta el extremo, la noche de Dios, la pobreza en la convivencia religiosa. Era
invierno en la Iglesia cuando viniste, y derribaste aquel entramado y trajiste
la primavera. Se empeñaron en imponerte un Dios severo, y tú te rebelaste, y
leíste la Escritura hasta el fondo y te descubriste en ella. Fuiste implacable
con la búsqueda de la verdad, y en tus labios el evangelio comenzó a sonar como
el primer día, nuevo y con aroma de rosas o de lilas, que a ti tanto te gustaban.
Me atrevo a pedirte que vuelvas
como al principio. Súbete a la montaña, alegre mensajera, y anuncia ese
evangelio de gracia. Revístete de las armas del combate, como tú sabes hacerlo,
y lanza el grito de guerra. “Levántate, Débora, y entona el cantar”. Vuelve,
judit, ven, Juana de Arco, pero siempre con el rostro de la del Cantar, bella
como la aurora, con perfumes de primavera, y con aires de fiesta,
resplandeciente y juvenil. Déjanos verte, y sentirte, Thérèse, porque tu
recuerdo es para nosotros lo que dice la Escritura de Josias: “mixtura de
incienso, alquimia de un perfumista” (Si 49,1), y tus encantos nos resultan
imprescindibles e irresistibles. Sólo así te podremos decir aquello que tú tan
bien conoces: “Mira, ha pasado el invierno”.
Secundino Castro
(Fuente: cipecar.org)
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