
Es entonces cuando la mirada
busca instintivamente el cielo. Porque el hombre lleva metida hasta en su
sangre la verdad de la relación entre luz y cielo. Pero hay veces en que el
cielo está nublado. Y cuando el cielo está nublado, todo se ve más oscuro. Y
sin embargo nuestros ojos rastrean el cielo, tratando de tomarlo al menos como
fondo sobre el que se pueden distinguir las formas borrosas de los árboles y de
las cosas de dimensiones mayores.
Frente a lo espeso de la
oscuridad, nuestros ojos buscan al menos el borroso contorno de los objetos
familiares como punto de referencia. Y en esa búsqueda de las cosas con el
cielo como trasfondo, poco a poco nuestras pupilas se van dilatando. Se va
despertando en nosotros esa capacidad adormecida de percibir la gran
luminosidad adormecida en de percibir la gran luminosidad difusa en toda noche.
Al rato uno se sorprende del aumento de luz. Y tal vez lo único que ha
sucedido, es que ha aumentado nuestra capacidad de percibirla. Y con ello las
cosas van recuperando su concreta realidad, y nosotros la alegría y libertad de
movernos entre ellas.
Si esa noche avanza hacia el
amanecer, entonces, junto al dilatarse de nuestras pupilas, el horizonte crece
también en luminosidad, y uno participa de la alegría profunda de sentir en la
mañana crecer alrededor de uno y en uno mismo, al colaborar en su construcción.
(Fuente: “La luz y las
pupilas” Sal de la Tierra- Mamerto Menapace)
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