¿La fe es verdaderamente la
fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los
elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la
involucra totalmente? (…) La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho
cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y
volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en
el amor consiste la plenitud del hombre. Hoy es necesario subrayarlo con
claridad —mientras las transformaciones culturales en curso muestran con
frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de «conquistas de
civilización»—: la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los
lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que
viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en relaciones ricas de amor,
de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. Donde
existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio
egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre
resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, operosa en la
caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más
aún, la hace plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje
transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace
conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros.
Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de
nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la
revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se hace accesible.
Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad.
He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a
través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que
podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de
entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos
hace capaces de escucharle y de acogerle. San Pablo lo expresa con alegría y
reconocimiento así: «Damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la
Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino,
cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en vosotros los
creyentes» (1 Ts 2, 13).
Fuente: “Catequesis de
Benedicto XVI sobre El Año de la Fe”, 17/10/12)
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