En todas
las grandes experiencias religiosas el ayuno ocupa un puesto importante. El
antiguo Testamento considera el ayuno cómo uno de los más importantes aspectos
de la espiritualidad de Israel: "Buena es la oración con ayuno y mejor es
la limosna con la justicia", (Tb 12, 8). El ayuno implica una
actitud de fe, de humildad, de total dependencia de Dios. Se recurre al ayuno
para prepararse para el encuentro con Dios, (cf Es 34, 28; 1Re 19, 8; Dan 9,
3); antes de afrontar una tarea difícil (cf Jc 20, 26; Est 4,16) o suplicar el
perdón de un culpa (cf 1Re 21, 27); para manifestar el dolor causado por un
desdicha doméstica o nacional (cf 1Sam 7, 6; 2Sam 1, 12; Ba 1, 5); pero el
ayuno, inseparable de la oración y de la justicia, está orientado sobre todo a
la conversión del corazón, sin la cual, como denunciaban ya los profetas (cf Is
58,2-1l; Ger 14, 12; Zc7,5-14), no tiene sentido.
Jesús, impulsado por el Espíritu, antes de iniciar
su vida pública, ayunó cuarenta días como expresión de abandono confiado al
designio salvífico del Padre (cf Mt 4,1-4); dio indicaciones precisas para que
entre sus discípulos la práctica del ayuno no se prestara a formas desviadas de
ostentación e hipocresía (cf Mt 6, 16-18).
Fieles a la tradición bíblica,
los Santos Padres han dado gran importancia al ayuno. Según ellos, la práctica
del ayuno facilita la apertura del hombre a otro alimento: el de la Palabra de
Dios (cf Mt 4,4) y el del cumplimiento de la voluntad del Padre (cf Jn 4, 34);
está en estrecha conexión con la oración, fortalece la virtud, suscita la
misericordia, implora el socorro divino y conduce a la conversión del corazón.
(Beato Juan Pablo II)
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