El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo |
Cuando escuchamos o leemos la expresión “el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo”, nuestra mirada se dirige espontáneamente a
Jesús, hacia el que señala Juan el Bautista. Pero para calibrar hasta el final
lo que significa su acción de quitar el pecado, cargando sobre sí con nuestras
dolencias y enfermedades, asumiendo nuestras culpas (cf. Is 53, 4-5; Mt 8, 17),
deberíamos detenernos también a considerar ese pecado que parece reinar en el
mundo y que Jesús ha venido a quitar.
No se trata, desde luego, de un peso ligero, de un mal de
escasa entidad. El pecado del mundo, el mal con el nos chocamos a cada paso, no
es algo banal. La empresa de eliminarlo se nos antoja una utopía, algo casi imposible.
Lo que Jesús carga sobre sí, para quitárnoslo de encima, es el dolor de todas
las víctimas, los destrozos del egoísmo, la impotencia ante la fuerza brutal de
la injusticia y la violencia, la enfermedad del odio, que florece por múltiples
motivos, pues es fácil encontrar excusas para él: personales, familiares,
nacionales, raciales, religiosas… Es un peso casi insoportable, mejor dicho, no
“casi”, insoportable a secas.
¿Cómo es posible “quitar” ese mal, ese mucho, fuerte,
persistente, omnipresente mal? ¿Es ello posible realmente? ¿No se trata de un
deseo piadoso, pero ingenuo, inútil? Tenemos a veces la impresión de que el mal
es consustancial a nuestro mundo, a nuestra vida. Quitarlo sería, en realidad,
imposible.
Sin embargo, de modo espontáneo percibimos también el mal en
todas sus formas como aquello que no debería ser, como un cierto “no-ser” que
corroe por dentro al ser, la vida del mundo y de los hombres. Pero eso, pese a
la tentación permanente de la resignación ante el mal, el ser humano ha sentido
siempre el deseo y el impulso que quitar el mal, de eliminarlo de la faz de la
tierra. Muchas son las utopías filosóficas, morales, religiosas, sociales y
políticas que se han propuesto erradicar el mal, arrancando precisamente lo que
les parecían ser sus raíces. No cabe duda de que estos intentos, casi siempre
bienintencionados, han logrado algunos resultados positivos: no en vano el
hombre está, pese a todo, hecho para el bien, protendido a él de manera
natural. Pero, como el mal se presenta como una fuerza que nos aplasta, ha sido
frecuente tratar de oponerle una fuerza contraria equivalente o mayor. Si se
consideraba que la raíz del mal estaba en la deficiente organización social y
en la educación (como, por ejemplo, pensó Platón), la solución será imponer una
forma de organización social adecuada a lo que se considera la verdadera
naturaleza humana, eliminando sin más todo lo que (y, a veces, al que) es para
ella inconveniente. Si la raíz del mal se ve en una forma económica determinada
(por ejemplo, la propiedad privada), el modo eficaz de eliminarlo será suprimir
por la fuerza esa forma de propiedad y, de paso, a los propietarios que la
encarnan, como pensó Marx. Si la raíz del mal se descubre en determinados
errores de tipo religioso (eso que se llama herejía), acabar con el mal
significará acabar con los heréticos. Como es fácil comprender, ha sido
demasiado frecuente que los diversos intentos de acabar con el mal en el mundo
hayan terminado por provocar tanto o mayor mal y sufrimiento del que pretendían
suprimir.
La experiencia histórica nos dice que el mal es demasiado
fuerte como para que podamos vencerlo con nuestro solo esfuerzo, y eso a pesar
de que, a fin de cuentas, el mal del que hablamos no es una fuerza cósmica que
nos sea completamente ajena, sino algo que nosotros mismos hemos generado. Es
como si uno libremente se lanza al vacío: aunque es responsable del salto, una
vez que va cayendo ya no puede hacer nada por invertir la situación. Se podría
comparar también al mal con un virus en el organismo: es un cuerpo extraño que
no forma parte de nosotros, pero que nos ha infectado por dentro y que se
manifiesta mórbidamente en todo lo que hacemos.
Sólo una fuerza superior, sobrehumana parece ser capaz de
librarnos de este mal. De ahí el frecuente recurso a Dios en la lucha contra el
mal y el pecado. Nuestras imágenes de Dios suelen ir acompañadas de la idea de
la fuerza y el poder: Dios es omnipotente, es el Dios de los ejércitos, en sus
manos está el poder y la fuerza, el vengará los pecados y castigará a los
malvados… El problema es que estas imágenes de Dios, sin negar lo que de justo
hay en ellas (pues Dios, efectivamente, es la plenitud de ser, y, por eso
mismo, el que todo lo puede) están también inficionadas por ese virus del que
acabamos de hablar y, por eso, no ha sido infrecuente (y lo sigue siendo) que
en nombre de Dios y su justicia, en nombre de la religión, se cometan tropelías
que, lejos de quitar el pecado del mundo, no hacen sino aumentar su caudal. Eso
explica que haya quienes consideren que la religión no sólo no es la solución,
sino que es parte del problema, si no su raíz misma.
Pero Dios no se deja atrapar en las imágenes que nos hacemos
de Él. El Dios que “quita el pecado del mundo” nos sorprende, supera, incluso
contradice nuestras expectativas. La sorpresa está ya preanunciada en el
Antiguo Testamento. Aunque en él abundan las imágenes del Dios guerrero, el
profeta Isaías nos transmite también una completamente nueva e inesperada, la
del Siervo de Yahvé (cf. los cuatro cantos del Siervo: Is 42, 1-9; 49, 1-6, el
que hoy reproduce la primera lectura, correspondiente al segundo; 50, 4-11; 52,
13-15. 53, 1-12), llamado a quitar el pecado por una vía totalmente distinta de
la fuerza, el poder o la violencia.
La imagen que usa Juan el Bautista al señalar a Cristo es la
de un cordero. El cordero es el animal pacífico, inofensivo, inocente y
destinado al sacrificio en propiciación por los pecados en el Antiguo Israel.
Si Jesús es un Cordero capaz de quitar los pecados del mundo, es que es uno que
soporta (porta sobre sí) el mal que se ha de combatir; uno que, abandonando el
papel de verdugo (que dice restablecer la justicia provocando muerte y dolor),
asume el papel de la víctima, esto es, de los que sufren las consecuencias del
mal y del pecado.
Ahora bien, Jesús es un Cordero por voluntad propia, que se
hace libremente cordero. Al confesar en Jesús al Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo no estamos haciendo el elogio de la debilidad y la impotencia,
de esos “valores enfermizos” que tanto irritaban a Nietzsche. Al contrario, el
testimonio de Juan habla de un poder real: de uno que es mayor que el más
grande de entre los nacidos de mujer, de uno que existe desde siempre, esto es,
que es en sentido pleno, que posee el Espíritu de Dios, la fuerza del
Todopoderoso, que es Hijo de Dios.
Jesús, Verbo de Dios hecho carne, Omnipotencia que ha
asumido la debilidad vulnerable de la condición humana, se despoja libremente,
renuncia al poder de imposición, al poder de destruir el mal y al malvado, para
entregarse, cargar sobre sí, hacerse solidario en el sufrimiento de sus
semejantes. Se trata de un poder real, pero es el poder del amor, una fuerza de
una potencia tal que no necesita imponerse, capaz de quitar el pecado del mundo
por la vía del perdón y la reconciliación, sanándonos interiormente del virus
del egoísmo y el odio, descubriéndonos que ese virus nos es ajeno, que nos
impide ser nosotros mismos y descubrir a los demás en su verdad.
El pecado que hay que quitar, pese a sus múltiples
expresiones estructurales, anida en su raíz en el corazón del hombre. Para
quitarlo hay que sanar ese corazón, pues sin ello, toda acción destinada a
eliminar las consecuencias del pecado, será impotente para impedir que se
reproduzca de nuevo, posiblemente además por la vía de esa misma acción.
Jesús quita el pecado del mundo haciéndose por nosotros
cordero, esto es, víctima y no verdugo (pues todos somos verdugos cuando
pecamos, pero todos somos también víctimas del pecado propio y ajeno), y dándonos
así la oportunidad de ser, como él, hijos de Dios, hijos en el Hijo. De esta
manera, Jesús nos regenera por dentro, nos libera del yugo de la esclavitud del
pecado, nos da la oportunidad de ser plenamente nosotros mismos.
Juan el Bautista no se limita hoy a informarnos sobre una
cierta verdad religiosa (sobre la identidad de Jesús), sino que nos invita a
abrirnos a su acción: permitir que Dios, por medio de Jesús, nos quite el
pecado. No nos despoja, al hacerlo, de algo nuestro, pues el pecado no es “lo
nuestro”, sino lo “ajeno en nosotros”, lo que nos impide ser en plenitud,
manifestar nuestra dignidad de hijos e imágenes de Dios. Se trata de permitir
que Dios nos cure interiormente por medio de su amor. Y este es el verdadero y
existencial significado del bautismo: no es un mero ritual simbólico, sino la
acción eficaz de abrirnos a la acción de Dios, de estar permanentemente
abiertos a ella, de vivir abiertos al amor que es el Espíritu de Dios.
El bautismo del Espíritu en el que hemos sido bautizados nos
une con Cristo, Cordero e Hijo de Dios, débil por la debilidad de nuestra carne
que ha asumido al nacer como hombre, y fuerte porque es el Hijo de Dios, la
encarnación de su amor; nos unimos, pues, en el bautismo con esa lucha de Jesús
con el mal y el pecado del mundo, que es nuestro mal y nuestro pecado.
Los métodos de Jesús (la entrega personal, el tomar sobre
sí, el perdón y la reconciliación, la renuncia a la venganza y al odio) pueden
parecernos a veces poco eficaces. Jesús experimentó también esta tentación (no
de otra cosa hablan las tentaciones de Jesús en el desierto que relatan los
evangelios sinópticos) y que se expresa en las palabras del profeta Isaías
(omitidas en el texto de la primera lectura: “Por poco me he fatigado, en vano
e inútilmente he gastado mis fuerzas” Is 49, 4). Pero la fe nos llama a fiarnos
de los “métodos” de Jesús, a vencer el mal sólo con el bien, confiando en que
éste tiene una potencia infinitamente superior a todas las fuerzas del mal, como
se ha manifestado en la resurrección de Jesús de entre los muertos.
También Pablo nos sirve de ejemplo. Es un ejemplo
especialmente pertinente frente a la tentación del uso de la violencia en
nombre de Dios y de la verdadera religión. Saulo fue perseguidor violento en
nombre de Dios, pero renunció a la violencia al encontrarse con Cristo, adoptó
la actitud contraria, de dar la vida por Cristo y por los hermanos, y fue así
como se encontró a sí mismo, su verdadera identidad, su auténtico yo y su
propia vocación: Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios.
(José
María Vegas, cmf)
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