La fiesta de la Presentación celebra una llegada y un
encuentro; la llegada del anhelado Salvador, núcleo de la vida religiosa del
pueblo, y la bienvenida concedida a él por dos representantes dignos de la raza
elegida, Simeón y Ana. Por su provecta edad, estos dos personajes simbolizan
los siglos de espera y de anhelo ferviente de los hombres y mujeres devotos de
la antigua alianza. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de
la raza humana.
Al revivir este misterio en la fe, la Iglesia da de nuevo la
bienvenida a Cristo. Ese es el verdadero sentido de la fiesta. Es la
"Fiesta del Encuentro", el encuentro de Cristo y su Iglesia. Esto
vale para cualquier celebración litúrgica, pero especialmente para esta fiesta.
La liturgia nos invita a dar la bienvenida a Cristo y a su madre, como lo hizo
su propio pueblo de antaño: "Oh Sión, adorna tu cámara nupcial y da la
bienvenida a Cristo el Rey; abraza a María, porque ella es la verdadera puerta
del cielo y te trae al glorioso Rey de la luz nueva"2.
Al dramatizar de esta manera el recuerdo de este encuentro
de Cristo con Simeón, la Iglesia nos pide que profesemos públicamente nuestra
fe en la Luz del mundo, luz de revelación para todo pueblo y persona.
En la bellísima introducción a la bendición de las candelas
y a la procesión, el celebrante recuerda cómo Simeón y Ana, guiados por el
Espíritu, vinieron al templo y reconocieron a Cristo como su Señor. Y concluye
con la siguiente invitación: "Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la
casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en
la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria".
Se alude claramente al encuentro sacramental, al que la
procesión sirve de preludio. Respondemos a la invitación: "Vayamos en paz
al encuentro del Señor"; y sabemos que este encuentro tendrá lugar en la
eucaristía, en la palabra y en el sacramentóo Entramos en contacto con Cristo a
través de la liturgia; por ella tenemos también acceso a su gracia. San
Ambrosio escribe de este encuentro sacramental en una página insuperable:
"Te me has revelado cara a cara, oh Cristo. Te encuentro en tus
sacramentos".
Función de María. La fiesta de la presentación es, como
hemos dicho, una fiesta de Cristo antes que cualquier otra cosa. Es un misterio
de salvación. El nombre "presentación" tiene un contenido muy rico.
Habla de ofrecimiento, sacrificio. Recuerda la autooblación inicial de Cristo,
palabra encarnada, cuando entró en el mundo: "Heme aquí que vengo a hacer
tu voluntad". Apunta a la vida de sacrificio y a la perfección final de
esa autooblación en la colina del Calvario.
Dicho esto; tenemos que pasar a considerar el papel de María
en estos acontecimientos salvificos. Después de todo, ella es la que presenta a
Jesús en el templo; o, más correctamente, ella y su esposo José, pues se
menciona a ambos padres. Y preguntamos: ¿Se trataba exclusivamente de cumplir
el ritual prescrito, una formalidad practicada por muchos otros matrimonios? ¿O
encerraba una significación mucho más profunda que todo esto? Los padres de la
Iglesia y la tradición cristiana responden en sentido afirmativo.
Para María, la presentación y ofrenda de su hijo en el
templo no era un simple gesto ritual. Indudablemente, ella no era consciente de
todas las implicaciones ni de la significación profética de este acto. Ella no
alcanza a ver todas las consecuencias de su fiat en la anunciación. Pero fue un
acto de ofrecimiento verdadero y consciente. Significaba que ella ofrecía a su
hijo para la obra de la redención con la que él estaba comprometido desde un
principio. Ella renunciaba a sus derechos maternales y a toda pretensión sobre
él; y lo ofrecía a la voluntad del Padre. San Bernardo ha expresado muy bien
esto: "Ofrece a tu hijo, santa Virgen, y presenta al Señor el fruto
bendito de tu vientre. Ofrece, para reconciliación de todos nosotros, la santa
Víctima que es agradable a Dios'3.
Hay un nuevo simbolismo en el hecho de que María pone a su
hijo en los brazos de Simeón. Al actuar de esa manera, ella no lo ofrece
exclusivamente al Padre, sino también al mundo, representado por aquel anciano.
De esa manera, ella representa su papel de madre de la humanidad, y se nos
recuerda que el don de la vida viene a través de María.
Existe una conexión entre este ofrecimiento y lo que
sucederá en el Gólgota cuando se ejecuten todas las implicaciones del acto
inicial de obediencia de María: "Hágase en mi según tu palabra". Por
esa razón, el evangelio de esta fiesta cargada de alegría no nos ahorra la nota
profética punzante: "He aquí que este niño está destinado para ser caída y
resurgimiento de muchos en Israel; será signo de contradicción, y una espada
atravesará tu alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos
corazones" (Lc 2,34-35).
El encuentro futuro. La fiesta de hoy no se limita a
permitirnos revivir un acontecimiento pasado, sino que nos proyecta hacia el futuro.
Prefigura nuestro encuentro final con Cristo en su segunda venida. San
Sofronio, patriarca de Jerusalén desde el año 634 hasta su muerte, acaecida en
el año 638, expresó esto con elocuencia: "Por eso vamos en procesión con
velas en nuestras manos y nos apresuramos llevando luces; queremos demostrar
que la luz ha brillado sobre nosotros y significar la gloria que debe venirnos
a través de él. Por eso corramos juntos al encuentro con Dios".
La procesión representa la peregrinación de la vida misma. El
pueblo peregrino de Dios camina penosamente a través de este mundo del tiempo,
guiado por la luz de Cristo y sostenido por la esperanza de encontrar
finalmente al Señor de la gloria en su reino eterno. El sacerdote dice en la
bendición de las candelas: "Que quienes las llevamos para ensalzar tu
gloria caminemos en la senda de bondad y vengamos a la luz que brilla por
siempre".
La candela que sostenemos en nuestras manos recuerda la vela
de nuestro bautismo. Y la admonición del sacerdote dice: "Ojalá guarden la
llama de la fe viva en sus corazones. Que cuando el Señor venga salgan a su
encuentro con todos los santos en el reino celestial". Este será el
encuentro final, la presentación postrera, cuando la luz de la fe se convierta
en la luz de la gloria. Entonces será la consumación de nuestro más profundo
deseo, la gracia que pedimos en la poscomunión de la misa:
Por estos sacramentos que hemos recibido, llénanos de tu
gracia, Señor, tú que has colmado plenamente la esperanza de Simeón; y así como
a él no le dejaste morir sin haber tenido en sus brazos a Cristo, concédenos a
nosotros, que caminamos al encuentro del Señor, merecer el premio de la vida
eterna.
(Fuente: aciprensa)
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