Hasta los confines del mundo,
hasta el fin de los tiempos
Lucas escribió sus cartas a
Teófilo (el amigo de Dios), el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, con una
fuerte voluntad pedagógica y, por eso mismo, con mentalidad sistemática. Lucas
no abre un ciclo hasta que cierra el precedente. Así, tras el acontecimiento de
la Resurrección, se abre un ciclo breve, pero de extraordinaria densidad, que
se cierra precisamente con la Ascensión del Señor, que abre el siguiente ciclo,
cuyo protagonismo lo tiene el Espíritu Santo y la actividad misionera de la
Iglesia. Este ciclo que se cierra hoy es el de las intensísimas experiencias de
encuentro con el Señor resucitado. Fue un tiempo en el que, pese a sus muchas
dudas y reticencias, los discípulos comenzaron a comprender las Escrituras a la
luz novedosa de las palabras de Jesús, que ahora empiezan a entender también de
una manera nueva; es además el tiempo en que descubren el valor, el significado
y la fuerza de la fracción del pan, que, posiblemente durante la última cena no
consiguieron descifrar. Precisamente en la fracción del pan y en el recuerdo de
las palabras de Jesús tuvieron las principales experiencias de presencia del
Resucitado. Y, a su luz, también las multiplicaciones de los panes, las comidas
de Jesús con los pecadores, el mismo lavatorio de los pies adquirieron para
ellos un sentido nuevo, que antes les había estado vetado. Por fin, este es el
periodo en el que, al hilo de estas experiencias, la comunidad, que se había
dispersado tras la muerte de Jesús, presa del pánico por el espantoso final del
Maestro, vuelve a reunirse, a recomponerse de una manera que ni los mismos
discípulos pueden explicar de otra manera que por la convocatoria que el mismo
Señor Resucitado les va haciendo.
La intensidad de este tiempo, la
enorme fuerza de esta luz debieron ser tales, que los discípulos sentían la
presencia inmediata, palpable del Maestro. Y, aunque el temor inicial debía
frenar la capacidad de reconocerlo, la fuerza de la evidencia de la
Resurrección acabó por disipar el temor y dio paso a la alegría y al valor para
salir y testimoniar.
Realmente, no es posible concebir
un periodo tan intenso y fundamental sin una especial acción del Espíritu
Santo. Así lo entiende Juan, para el que las apariciones del Resucitado y la
transmisión del Espíritu Santo son algo simultáneo (cf. Jn 20, 22). Pero Lucas,
en su voluntad de sistematizar la historia de salvación y sus etapas, distingue
el primer periodo postpascual del tiempo de la misión, aunque tampoco los
concibe como compartimentos estancos. Por un lado, vemos que, pese a todo,
algunas dudas e incomprensiones continúan (como lo muestra la pregunta que le
dirigen a Jesús: “¿Es ahora cuando, por fin, vas a restaurar…?”). Y es que el
fundamento no es el edificio entero. El tiempo que se va a abrir ahora, el
tiempo de la misión y del Espíritu Santo, sigue siendo un tiempo de aprendizaje
y profundización, en el que la Iglesia irá perfilando el contenido del mensaje
recibido de Jesús, y también la organización de la comunidad. En este sentido,
hay que tener cuidado con un cierto arcaísmo bastante de moda en ciertos
círculos eclesiales, que tiende a descalificar como inauténtico, discutible o
prescindible todo desarrollo eclesial que no pueda encontrarse directamente en
aquella primerísima comunidad postpascual. Curiosamente los defensores de este
arcaísmo, que pone en cuarentena todo progreso eclesial, suelen considerarse a
sí mismos “progresistas” (un término del que confieso desconocer su verdadero
significado; a veces me parece que no tiene ninguno). Pero tenemos que creer
que las promesas de Jesús de enviarnos a otro defensor que nos lo enseñará todo
(cf. Jn 14, 16. 26), y de estar con nosotros todos los días hasta el fin del
mundo, son verídicas y eficaces; y tenemos que creer también que la Iglesia,
asentada en el firme fundamento apostólico de los que acompañaron a Jesús y
fueron testigos de su resurrección, se desarrolla, a pesar de los pesares (y
los pesares son muchos) bajo la guía del Espíritu Santo y la presencia de
Jesús.
En esta clave podemos entender
también la Ascensión del Señor. Es un movimiento ascensional, pero, como es
fácil entender, no en sentido físico: Jesús no subió “a la nubes”, sino al
Padre; tenemos que entender esta ascensión en sentido cualitativo: es una
llamada a crecer, a no quedarnos parados, a aspirar a los bienes superiores que
Jesús ha descubierto para nosotros. Y es que la Ascensión del Señor es la
elevación de la humanidad de Jesús: en Él la humanidad entera tiene la ocasión
de crecer, desarrollarse y aspirar a los valores y los bienes definitivos, los
que realmente salvan al hombre. Y lo que celebramos los cristianos hoy es que
la aspiración a esos bienes superiores no es una quimera, una utopía
inalcanzable, un sueño de adolescentes sin sentido de la realidad. Son posibles
en Cristo; y esto significa que son posibles si no se reducen a una huera
reivindicación de que otros nos otorguen el objeto de nuestro deseo, sino si
nosotros mismos estamos dispuestos, como Jesús, a dar la vida por hacerlos
realidad.
Así pues, Jesús nos invita a
crecer y nos muestra el camino. Él mismo es realmente el camino, pues es
siguiéndole a Él como el hombre puede hacer fructificar sus posibilidades
mejores.
Entendemos ahora por qué este
ascender de Jesús al Padre no es un alejamiento: Jesús no asciende para
alejarse, para abandonarnos. Al contrario, al subir al Padre, Jesús está
abriendo el camino, uniendo el cielo (Dios) con la tierra. Es el complemento
necesario del abajamiento (cf. Flp 2, 7) de la encarnación, cuando trajo la
divinidad al mundo. Ahora eleva la humanidad al cielo, esto es, al Padre.
Porque Jesús, con su Ascensión, no ha renunciado a su encarnación, no ha
abandonado la carne. Jesús, Palabra de Dios hecha hombre, muerto y resucitado,
ha adquirido un compromiso permanente con la carne que somos: vuelve al Padre
porque es Hijo, pero vuelve al Padre como hombre, abriendo así para todos el
acceso a Dios.
Y es que este nuevo periodo tras
la Ascensión es, además, un tiempo abierto que no conoce límites, ni
geográficos (“Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines del mundo”), ni
temporales (“estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos”). El periodo que
abre la Ascensión y, sobre todo, Pentecostés llega hasta aquí, hasta el día de
hoy y sigue adelante. En él seguimos experimentando la presencia del Señor en
el Espíritu y por medio de la Palabra y la fracción del pan, que condensaron
las experiencias postpascuales y congregaron a la comunidad, y que nosotros
hemos recibido de aquella primera generación apostólica como depósito de la fe.
El compromiso de Jesús no lo es sólo con “los suyos” (los discípulos de primera
hora), sino que estos últimos son heraldos y testigos que no pueden quedarse
para sí los admirables misterios que han conocido y experimentado en el periodo
entre la Resurrección y la Ascensión: no pueden quedarse ahí, parados, mirando
al cielo, sino que tienen que ponerse en camino. Crecer (ascender) significa
también caminar, mirar hacia adelante, encarar el futuro, para testimoniar,
compartir y transmitir a todos los hombres, a todos los pueblos, y a lo largo
de toda la historia la buena noticia de que Dios está con nosotros, de que no
nos ha arrojado a la existencia y luego nos ha abandonado a nuestra suerte,
sino que ha venido a visitarnos, se ha compadecido de nosotros, ha padecido por
nosotros y ha vencido en su propia carne y por todos nosotros a nuestros
grandes y mortales enemigos: el pecado y la misma muerte, y de esta manera nos
ha abierto el camino que conduce al Padre.
Ese ir por todas partes, hasta los
confines del mundo y hasta el final de la historia, es la tarea de los
discípulos de Jesús, es, en realidad la tarea del mismo Cristo, que nos envía
allí a donde quiere ir él mismo (cf. Lc 10, 1), y que al enviarnos sigue siendo
guía y camino, y que está cada día “todos los días”, es decir, cada día, en su
Palabra y su Pan partido, y hasta el final del mundo, es decir, del todo y sin
condiciones. (José María Vegas, cmf)
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