José María Vegas, cmf
El fuego, el agua y el viento
En el domingo 7 de Pascua, cuando no se traslada al mismo la
fiesta de la Ascensión, la lectura del Evangelio se toma del capítulo 17 de San
Juan, la llamada “oración sacerdotal”. En ella, Jesús además de orar por los
suyos, por los discípulos de entonces, y por todos los que creerán por medio de
ellos, realiza una auténtica revelación de la vida de Dios, de la relación de
perfecta unidad entre el Padre y el Hijo, que ahora se abre para todos los
hombres por medio de Jesucristo, y que éste pide también para sus discípulos,
como testimonio principal para que el mundo crea.
En esa densísima oración que antecede a la muerte y
resurrección el protagonista principal es el Espíritu Santo, al que, sin
embargo, Jesús no nombra en ningún momento. La relación de perfecta unidad en
el amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo, el Amor en persona.
Cuando pensamos en Dios o nos dirigimos a Él en la oración,
normalmente tenemos en mente una representación de Dios que se corresponde con
el Dios Padre. Es una representación limitadísima, pues Dios está más allá de
toda representación. La imagen que nos ha dado de sí es su Hijo, Jesucristo.
Jesús, Palabra encarnada de Dios, ocupa el centro de nuestra fe. Su encarnación
lo ha hecho cercano y accesible: a él nos dirigimos preferentemente. En cambio,
del Espíritu Santo se habla poco o nada. Y, con frecuencia, cuando se habla de
Él, es para decir que es «el gran desconocido» de la Trinidad. Pero esa
expresión es poco afortunada, pues se deja contagiar con una idea del protagonismo
que más parece sacada de una revista del corazón que de una voluntad de
comprensión en la fe. El protagonismo del Espíritu Santo es de otro tipo: Él
es como la luz, que no se ve, pero que nos hace ver, como la vibración
imperceptible que hace posible la palabra. Más que el gran desconocido o el
gran ausente de la fe, es el gran conocedor y presentador, el que da a conocer
y hace presente al mismo Dios, a su Palabra, a su presencia viva y visible que
es Jesucristo. No es posible ver la luz, pero por ella todo se ilumina y se
hace visible. Él nunca habla de sí mismo, nunca se muestra con evidencia; y,
sin embargo, su presencia «llena la tierra» (Dominum et Vivificantem 54).
Escapa a las redes que le tienden nuestra mirada o nuestra razón intentando
abarcarlo y, sin embargo, sus frutos son evidentes, palpables, vigorosos. El
Espíritu se manifiesta en sus obras y en sus efectos: el mundo visto como
creación de Dios, nuestro espíritu que se eleva torpemente hacia su creador son
ya frutos del Espíritu, también lo es la fe, la capacidad de nuestros ojos de
descubrir en Jesús al Cristo, de escuchar su Palabra, descubrir su presencia en
el pan partido, en la certeza del perdón. Ahora entendemos que todas las
presencias del Resucitado que hemos contemplado a lo largo de este tiempo
pascual se han hecho visibles por la acción del Espíritu Santo.
La Palabra de Dios hoy nos ilumina en la comprensión de qué
y quién es este Espíritu de Dios y cómo actúa en nuestra vida de creyentes. Las
tres lecturas de hoy nos dan tres palabras clave que nos ayudan en esta tarea:
fuego, agua y viento.
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles, el día de
Pentecostés presenta al Espíritu como fuego. El fuego quema y purifica, dilata
y abre: “luz que penetra las almas, sana el corazón enfermo, infunde calor de
vida en el hielo”. Así como el Espíritu Santo es personal y no anónimo (es una
Persona y no una energía informe), su relación con los hombres no es tampoco
impersonal, a bulto o en masa: se posa de manera personalizada en cada uno de
los reunidos en el Cenáculo, da a cada uno un don peculiar: cada uno empezó a
hablar en una lengua distinta. Las lenguas en que empezaron a hablar los
apóstoles y los demás discípulos representaban prácticamente todas las lenguas
conocidas de entonces, como da a entender la prolija lista de los lugares de
procedencia de los reunidos en Jerusalén para la fiesta. El fuego del Espíritu
nos abre al mundo entero, pero, lejos de forzar a todos a hablar en un lenguaje
único, respeta la diversidad de lenguas y culturas, al tiempo que las une a
todas con el lenguaje universal del amor. Es, pues, un Espíritu de apertura,
compresión y armonía entre los diversos.
El Agua es también un distintivo del Espíritu: “Riega la
tierra en sequía, lava las manchas”. Y como dice Pablo “hemos sido bautizados
en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo, y todos hemos bebido de un
solo Espíritu”. El agua nos lava, nos renueva, sacia nuestra sed. Al limpiar
nuestro corazón y nuestros ojos por medio del bautismo somos capaces de
confesar que “Jesús es Señor”, que él es el Mesías, el salvador, el vencedor
del pecado y de la muerte. Y esa sanación profunda nos libera del egoísmo y nos
hace comprender que la diversidad de dones que cada uno recibe (los talentos
naturales, las capacidades adquiridas, los carismas que recibimos por la fe) no
son privilegios o motivos de exaltación propia, sino una invitación al
servicio: mis riquezas personales deben enriquecer a los demás, igual que las
riquezas ajenas me enriquecen a mí. Y es que el Espíritu Santo, el Espíritu del
amor, es también un espíritu de servicio. Así se entiende mejor que la
diversidad no lesione la unidad cuando es este Espíritu el que reina entre
nosotros y nos inspira.
La palabra “espíritu” procede etimológicamente de la palabra
“aliento” en casi todas las lenguas. Es el aire vital que hace posible la vida.
El Espíritu Santo es también “soplo”, “viento”, “brisa en las horas de fuego”.
Por eso, Jesús “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu
Santo”. El Espíritu nos inspira y nos impulsa hacia lo mejor de nosotros
mismos, hacia lo que nos emparenta con Dios: es, como indica el Evangelio de
hoy, un espíritu de paz: “Paz a vosotros”; un espíritu vivificador, que vence
incluso el poder de la muerte: “les enseñó las manos y el costado”; un espíritu
de alegría, que disipa las tristezas que oprimen nuestro corazón: “los
discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”; “gozo que enjuga las
lágrimas y reconforta en los duelos”; que nos da valor para testimoniar al
Señor por el mundo entero: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo”; un espíritu de perdón y reconciliación: “a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados”.
Frente al espíritu personal (el mismo Espíritu Santo) de
apertura, fe, servicio, paz, alegría, valor y perdón se alzan en nuestro mundo
y nos tientan otros espíritu: el espíritu impersonal y anónimo que nos engulle
en la masa, el espíritu de cerrazón y desconfianza, de dominio y manipulación,
de violencia, de tristeza y temor, el espíritu de venganza… Estamos
permanentemente en la encrucijada de esos espíritus: el fuego que purifica o el
que destruye, el agua que nos limpia y sacia nuestra sed, o la que nos arrastra
y ahoga; el viento que nos refresca e inspira, o el que nos avasalla y asola
como un huracán. Pero aquí somos nosotros (y no la naturaleza amable e
inclemente) los que tenemos que elegir según qué espíritu queremos vivir: según
el espíritu mezquino de nuestro egoísmo y nuestros pequeños intereses, o el espíritu
del amor, el Espíritu Santo que Jesús, hoy, ha exhalado sobre nosotros.
(Fuente: ciudadredonda)
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